Arranca la temporada de cruceros y 6000 turistas invaden -verbo un tanto exagerado- la Part Alta y los monumentos de nuestro pasado romano y medieval. ¿6000 cruceristas son muchos cruceristas? Depende de a quién se lo preguntemos. Hay opiniones para todos los matices y todas las situaciones, pero en todas se destila un aire de frustración. No se improvisa de la noche a la mañana una ciudad capaz de oferecer una oferta variada que permita la diversificación. Al final todos acaban concentrados en los mismos lugares, a más o menos la misma hora. Todos quieren comer en el mismo sitio, o entrar en la misma tienda. ¿Resultado? Casi nadie consume, pocos compran. Esta es la opinión de la mayoría de los profesionales del comercio y de la restauración consultados por nuestra periodista.
Los cruceros son un modelo turístico que provoca debate y oposición en numerosas ciudades del Mediterráneo. En Marsella la oposición es generalizada, como lo es en Génova, por no hablar de Palma de Mallorca o Venecia donde la llegada de los grandes buques choca frontalmente con las necesidades de sostenibilidad que la industria turística debe y quiere promover. Tarragona no es una excepción y el modelo de turismo de cruceros tal y como está planteado necesita generar debate. Tenemos la oportunidad de pensarlo bien, de no precipitarnos, de buscar un equilibrio entre la necesidad de abrir nuestra ciudad a los grandes circuitos turísticos y, al mismo tiempo, el deber de preservar nuestro modelo de vida. El turista no puede colapsar un barrio, no puede invadir una tienda para comprar un imán para la nevera, pero no tendrá alternativa mientras quienes deben pensar el modelo se preocupan más por llenar una terminal sea como sea, que por crear la oferta digna y enriquecedora que permita a Tarragona ser el modelo a seguir.
