Como decía el título de aquella película que narraba las peripecias de un reportero de guerra en el turbulento escenario de la insurrección comunista contra el presidente Sukarno en Indonesia, también ahora vivimos años peligrosamente, con un buen número de conflictos bélicos activos –sí, aunque no salga en los medios, la barbarie no solo ocurre en Ucrania o en Gaza– y el sonido de los tambores de guerra cada vez más cercanos.
Y ante tanto ruido, está creciendo un muy preocupante ambiente militarista incluso en nuestra vieja Europa. Varios países y dirigentes ya se han mostrado partidarios de incrementar los gastos en defensa y emprender una desenfrenada carrera armamentística –incluso hablan de retomar la mili obligatoria–.
¿Qué fue de aquella diplomacia basada en el diálogo y la negociación para prevenir y evitar conflictos? ¿Acaso hemos olvidado ya todo lo que ha sufrido este continente –y el mundo en general– por la estupidez de las guerras?
Todos deberíamos unirnos para decir a nuestros líderes que su obligación es evitar por todos los medios la conflagración, no mentalizar a la gente al horror de su posibilidad. Porque si algo nos enseñan las guerras es que son una tragedia llena de incertidumbre, dolor, destrucción, muerte y miedo, donde fallecen miles de jóvenes mientras dictadores y mandatarios sin escrúpulos se vanaglorian de lo fuertes y lo guapos que son, y de paso engordan su cuenta de resultados, como hace también la industria armamentística.
Nos vienen con el cuento aquel de «Si vis pacem, para bellum» –si quieres la paz, prepárate para la guerra–, cuando la historia ha demostrado que para vivir en paz hay que preparar, precisamente, la paz. Aunque parece que hay gente que no lo entiende –o no le interesa–.