Puentes en diferido

Análisis. El calendario independentista obligará a posponer la distensión hasta mediados de otoño

11 septiembre 2019 08:10 | Actualizado a 11 septiembre 2019 10:45
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El independentismo volverá a mostrar hoy su músculo en las calles de Barcelona, con la contundencia con que lleva haciéndolo desde hace siete años. Más allá del baile de cifras habitual en este tipo de eventos, las calles volverán a certificar que un importante sector de la ciudadanía ya no confía en un eventual encaje de Catalunya en España, ya no ve la menor posibilidad de alcanzar un acuerdo satisfactorio, ya está harta de las falsas promesas de inversión en el territorio, y ya no se cree los cantos de sirena que llegan desde Madrid sobre la intención de implementar un modelo verdaderamente plurinacional.

Eso es lo que les une, pero también es mucho lo que les separa, aunque este extremo pretenda silenciarse hoy con un sobreactuado entusiasmo perfectamente calculado. Porque muchos de los participantes en la Diada de este año reconocen abiertamente que el proceso iniciado en 2012 ha sido un rotundo fracaso para Catalunya, que sólo ha logrado fractura social, desprestigio colectivo y caos institucional, mientras otros se someten religiosamente a los mandatos waterloonianos en pro de una ruptura unilateral que acabaría de hundirnos durante décadas.

La división del soberanismo

Teniendo en cuenta la agenda que nos viene encima durante el otoño, con las diversas conmemoraciones de los hitos del proceso y la previsiblemente dura sentencia del Tribunal Supremo, es difícil que esta brecha en el soberanismo se manifieste abiertamente en toda su magnitud. Prietas las filas, bajo la amenaza de ser tachado de tibio, o lo que es peor, de traidor. Pero la división sigue ahí, entre quienes han asumido que el respaldo popular logrado durante estos años era insuficiente para poner en marcha un proceso sin el menor soporte legal ni internacional, y quienes están dispuestos a lanzarse por el barranco con tal de no hacer la menor autocrítica.

Según pronostican las encuestas, parece que el sector revisionista es claramente mayoritario en el seno del independentismo, tras constatar la necesidad de ampliar la base social para llevar a buen puerto un proyecto de secesión con cara y ojos. Este diagnóstico, tan realista como difícil de digerir para algunos, conlleva necesariamente asumir que hará falta esperar unos cuantos años para plantear un nuevo intento de hacer cumbre. No se puede mantener a todo un país en tensión permanente durante décadas. Y mientras tanto la vida seguirá su curso, habrá que intentar gobernar con eficacia y razonabilidad, y para ello será necesario meter en el congelador la dialéctica de bloques nacionales para regresar al tradicional eje izquierda-derecha.

En ese punto comienza a dibujarse un eventual horizonte de adelanto electoral en Catalunya, con la posibilidad de alumbrar un gobierno ideológicamente progresista e identitariamente transversal. Se trata de un pronóstico arriesgado y no siempre compartido que los principales protagonistas obviamente niegan en público: el socialismo español no aceptaría un pacto con ERC en las actuales circunstancias, y el independentismo más radicalizado boicotearía sin piedad cualquier amago de acuerdo con el PSC. Sin embargo, parece evidente que sólo un intento de acercamiento entre los sectores más dialogantes de los dos bloques permitirá desencallar la parálisis en que se halla sumida Catalunya desde hace un lustro.

Hacia un gobierno transversal

Sólo la conjunción de tres personajes fundamentales puede permitir este pacto: Pedro Sánchez en la Moncloa, Miquel Iceta al frente del PSC, y Oriol Junqueras liderando ERC. El primero puede convencer a los suyos alegando que es el único modo de que los independentistas abandonen el unilateralismo (Susana Díaz, por ejemplo, jamás lo habría hecho); el segundo puede doblegar ciertas reticencias internas para favorecer una distensión imprescindible en Catalunya (el agotamiento social es evidente también entre los constitucionalistas); y el tercero puede defender esta vía entre sus bases con la autoridad moral que conlleva hacerlo desde la cárcel (no hay quien le lance a la cara las 155 monedas a un preso). Aun así, las resistencias serán múltiples y contundentes, pero la necesidad de propiciar un reencuentro entre catalanes no puede demorarse un solo año más. Sin embargo, ahora mismo no toca abrir este melón.

Efectivamente, asistimos a una distensión en diferido, como diría María Dolores de Cospedal, a la espera de que transcurran estas semanas de efervescencia independentista. Durante el próximo mes probablemente se multipliquen las muestras de ese soberanismo histriónico que se repite cada otoño desde hace varios años, obligado a azuzar el discurso del agravio permanente y el sometimiento colonial (y autocensurado a la hora de exteriorizar sus diferencias internas).

Mientras tanto, los socialistas tendrán que hacer equilibrios dependiendo de la forma en que se desarrolle la negociación para la investidura en el Congreso. Sin embargo, Oriol Junqueras tampoco puede permitirse alargar indefinidamente esta fase de aparente compactación, porque en febrero concluye la inhabilitación del hibernado Artur Mas, un candidato más que previsible en el espacio postconvergente que podría arruinar las expectativas electorales de ERC. ¿Cuándo romperán los republicanos la baraja en el Parlament? Ésa es la cuestión.

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