Bonavista, más que un barrio: un pequeño pueblo

Los vecinos impulsan un pacto cívico para mejorar la convivencia y que todos se sientan como en su hogar

19 mayo 2017 15:52 | Actualizado a 21 mayo 2017 14:20
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Más que un barrio, Bonavista es un pueblo, una comunidad pequeña. La gente se cuida, se ayuda, hay mucha solidaridad. Tienen un gran sentimiento de pertenencia. Son gente que han luchado mucho, muy reivindicativa», dice con una sonrisa Ana Borrego. Ana regenta la farmacia Nebrera Borrego, la más antigua del barrio. La fundó su padre en 1971.

El de Ana es uno de los cerca de 200 comercios que hay en un barrio que tenía 8.923 habitantes a 31 de diciembre de 2015, según consta en la web del Ayuntamiento. La mayoría de esos comercios son bares (unos 60), aunque hay establecimientos de todo tipo.

La farmacéutica se enorgullece de un regalo que le hizo Herminia Vega a ella y sus empleadas: cojines de ganchillo. Herminia explica que «el médico me ha recomendado que tenga la mente ocupada. Tengo que hacer cosas. Mi casa está llena de ganchillo:cortinas, cojines... He regalado un montón». ¿Y por qué a Ana y Verónica Campos, trabajadora de la farmacia? «Les tengo cariño –responde Herminia–. Son muchos años. Vengo a esta farmacia desde que abrió».

«Los clientes entran y te explican sus preocupaciones. Llegas incluso a hacer amistad. Compartes muchas cosas. No es una relación fría en absoluto», asegura Ana.

La familiaridad entre los vecinos, el trato cercano, que los clientes de toda la vida son amigos, más que clientes... es un mantra repetido entre los comerciantes y los propios vecinos, pero también hay voces que alertan de actitudes incívicas y de algún que otro problema en el barrio. No todo es de color de rosa.

«La mayoría de la gente es muy maja pero también hay incivismo y algunos fuman porros en la calle», advierte Antonio Muñoz Fiori, responsable del Bar Fiori, cuya gestión asumió el padre de Antonio, Ruperto, en 1992. El bar, sin embargo, tiene cerca de medio siglo de vida. Ruperto coincide con su hijo: «Me gusta todo del barrio. Son buena gente, aparte de los cuatro porreros».

Los vecinos no se han rendido ante la situación. Una treintena de entidades del barrio impulsa, junto al Ayuntamiento, un pacto cívico que lanza mensajes como «si quieres a tu mascota, recoge sus excrementos», «respeta el descanso de los otros» y el «mobiliario urbano también es tu casa, cuídalo».

La lucha de los vecinos para mejorar su barrio no se limita a folletos y reuniones. También es física. Literalmente. Kiko Rodríguez es el propietario del gimnasio Gembu-Kai, abierto desde 1983, hace más de tres décadas. Imparte clases de artes marciales para los chavales del barrio.

Chicos de todas las edades –y alguna que otra joven– se ejercitan sobre el tatami y siguen las instrucciones de Iván Galán, que ejerce como entrenador de forma voluntaria, sin percibir un euro.

«Queremos sacar de la calle a los niños, que se animen a hacer deporte. Es un barrio un poco complicado por la mezcla de nacionalidades. El objetivo es integrar a todo el mundo, concienciarlos de la importancia de hacer ejercicio. Si practicas un deporte, no piensas en otra cosa. Pretendemos que nadie se sienta apartado», comenta Kiko.

Diego Castro, que también acude al gimnasio, coincide en que «la disciplina va bien». Castro es el coordinador del Pacto Cívico, en el que participan además los centros escolares. Los hijos y nietos de Diego también han acudido al gimnasio. Es una historia repetida: los negocios pasan de padres a hijos y las sagas familiares de clientes se suceden.

Si en el gimnasio hay juventud en plena efervescencia, en la Rambla del barrio, a mediodía y bajo un suave sol, la presencia de jubilados es notoria. El pasado lunes aún permanecía aparcado el ‘Buzz’, un autobús empapelado con fotos de vecinos y en cuyo interior se han celebrado diversas actividades culturales. El proyecto, diseñado por Künstainer y El Teler de Llum, se ha prolongado durante diez meses.

«La gente de Bonavista es toda buena, empezando por mí. No tenemos desperdicio», apunta con cierta socarronería Antonio Álvarez, que llegó a Bonavista hace cuatro décadas.

A su lado, Pepe Espejo, presidente del Racing de Bonavista, el club de fútbol del barrio, señala que «Bonavista es muy parecida a los pueblos de donde venimos. La gente es sociable, abierta. Es el barrio más andaluz y extremeño de Tarragona».

Espejo no se ahorra las críticas al Ayuntamiento: « Espimsa (la empresa municipal encargada de la gestión de los mercados) debería limpiar más. El mercadillo de los domingos genera mucha suciedad».

El mercadillo –uno de los más grandes de Europa– cambia la vida del barrio cada domingo. Cientos de personas caminan en busca de una ganga entre sus 948 puestos de toda índole.

‘Hay zonas abandonadas’

Sigue Espejo: « Se están arreglando muchas cosas, pero hay zonas abandonadas como la pista de baloncesto y el campo de fútbol». Que se combata la dejadez en ciertas zonas es una reivindicación histórica de los vecinos.

La presidenta de la asociación de vecinos, Loli Rodríguez, disiente de que el consistorio ‘pase’ de Bonavista. «Estamos trabajando de la mano con el Ayuntamiento –afirma–. Se preocupa por el barrio».

Si a Ana, de la farmacia, le cuentan su vida sus clientes, lo mismo le pasa a María del Carmen Salmerón, que atiende la Panadería Santaella. «Se sientan conmigo y me explican su historia. Me gusta escucharles, sobre todo a la gente mayor», dice María del Carmen. El negocio lo abrió su suegro, Ramón Santaella, y ahora lo lleva el hijo, también llamado Ramón.

La Panadería Santaella es un pequeño y artesano local. Ellos mismos hacen el pan y ofrecen, por ejemplo, unas rosquillas ‘made in Córdoba’. Dos clientas, Rosario Acero y Conchi Torres, entran, y al tiempo que piden, charlan con María del Carmen.

La panadería resiste contra viento y marea la competencia de súpers o gasolineras que venden pan industrial. «Nos está matando el pan congelado», lamenta María del Carmen. Pero la calidad aún es apreciada por, de nuevo la frase repetida, los «clientes de toda la vida». Conchi comenta, por ejemplo, que «siempre vengo aquí. Me gusta más el pan tradicional. Es diferente».

El contacto de años entre los vecinos y sus comerciantes provoca que «conozcas tanto a los clientes que ya sabes lo que van a pedir», relata Francisca Punzano, de Confecciones Rodri. Francisca lleva en el barrio desde 1977. Antes había residido durante cuatro años en Barcelona.

La tienda de Francisca tiene un aire clásico. Los expositores se apilan en las estanterías y una cortinilla da paso a la trastienda. Podría ser perfectamente el plató de una película de los años 50. No parece haber pasado el tiempo por la tienda.

Óscar Ramírez dirige el taller que fundó su padre, Vicente. «Vinimos en los años 60 –recuerda Vicente–, cuando se empezó a construir el barrio. Entre los 12 y 14 años, iba en bicicleta cada día a trabajar a Tarragona a una panadería. Alos 14 años entre de chapista en la Siata».

Vicente –que ahora ya está jubilado– alude a la fábrica de automóviles que había en la ciudad. Era la filial de una marca italiana. Entre 1960 y 1973 produjo carrocerías, sobre todo para los Seat, así como accesorios para automóviles.

Continúa Vicente: «He visto crecer el barrio. Antes éramos como una gran familia. Todos nos conocíamos. Todo el mundo se saludaba. Éramos una piña. Si alguien caía enfermo, le ayudaban. Eso ha desaparecido ahora. Lo echo de menos. Vamos más a lo nuestro».

Es un sentimiento repetido, en Bonavista y otros barrios tradicionales, como el Serrallo o Sant Salvador: las oleadas de inmigración han diluido el espíritu puramente autóctono y ahora conviven multitud de nacionalidades.

«Bonavista –explica Óscar– es un barrio de emigrantes de Andalucía y Extremadura». ¿Fue difícil la integración?«Nos hemos adaptado al cien por cien. La adaptación es perfecta», responde Óscar, que presume de que, aunque él ya no trabaja, «siguen viniendo clientes de Salou, La Pineda, Tarragona... porque son muchos años y la gente me conoce».

«Mis clientes son fieles», apunta con orgullo José Artacho. José lleva treinta años en solitario al frente de la barbería del barrio. Antes trabajaban también su padre y su hermano. «Con los críos –cuenta con humor– hay que tener mucha paciencia, que no se asusten. Aveces me confunden con el médico. Por eso no me pongo nunca una bata blanca».

José es además uno de los responsables de la banda de cornetas y tambores del Cristo de Bonavista. El barrio es el único que celebra una procesión el mismo Viernes Santo, aparte, claro, de la del Sant Enterrament que discurre por la Part Alta y la Rambla.

La procesión de Bonavista se detiene cuando algún vecino asoma al balcón y canta una saeta. «A veces no puedo ni soplar la corneta. Me emociono mucho cuando oigo cantar al Frasqui o a la Teresa. Estoy muy orgulloso de nuestra procesión», confiesa José. Su mujer, María Castillo, es la presidenta de la Banda. Todo queda en casa.

Otro de los bares con más solera del barrio es el Hogar de las Juventudes. Lo lleva José Ramón Márquez, que sucedió a su padre.

Para negocio familiar, la joyería Espinosa. La fundó el abuelo, Manuel Espinosa. Ahora están al frente el hijo, Manuel, y el nieto, Rubén. «Y la cuarta generación ya está en marcha», bromea Manuel, en alusión a sus tres nietos: Carla, Rubén y Manuel.

Los Espinosa fueron también peluqueros y fotógrafos, siempre en Bonavista. «La gente que se ha ido a otro barrio vuelve aquí a comprar –afirma Manuel–. Vienen porque el trato siempre ha sido bueno. Más que clientes son amigos. La crisis nos está minando, pero subsistimos gracias a los clientes de muchos años».

¿Cómo definiría a esos clientes? Manuel no duda. «Son gente trabajadora, gente honrada, buena gente», sentencia.

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