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    Antártida, una ventana a la esperanza

    Javier Cacho, es el único español al que la máxima autoridad científica antártica ha dado su nombre a una isla de la Antártida

    31 julio 2022 18:00 | Actualizado a 31 julio 2022 18:17
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    Los seres humanos somos una especie única por muchas razones. Mientras que el resto de los animales y plantas buscan un entorno adecuado donde vivir y reproducirse, lo que los biólogos llaman nicho ecológico, los humanos sentimos un deseo innato por conocer todo lo que nos rodea. No hay montañas suficientemente altas, ni ríos caudalosos o mares tempestuosos que no hayan desafiado la curiosidad de nuestros antepasados por saber lo que había detrás de estos obstáculos geográficos.

    Después, nuestra capacidad de adaptación hizo el resto y hemos logrado poblar todos rincones del planeta, hasta las selvas más impenetrables, los desiertos más yermos o las islas más aisladas, incluso nos hemos asentado en las frías regiones del Ártico. Tan sólo un lugar del planeta permaneció incógnito y, por lo tanto, ajeno al devenir de las pisadas humanas: la Antártida.

    Situado sobre el Polo Sur del planeta, ese alejado, frío, inhóspito e inmenso continente, de una extensión similar a la de 30 veces España, se encuentra cubierto por una gruesa capa de hielo, que en algunos lugares llega a ser de cinco kilómetros de espesor. Además, el continente antártico se encuentra rodeado por uno de los océanos más borrascosos del planeta, donde flotan errantes miríadas de icebergs de todos los tamaños, cuyo contacto con los barcos puede ser mortal.

    Sin embargo, también hasta allí hemos llegado. Si bien su descubrimiento fue casual por un mercante británico a principios del siglo XIX, a partir de ese momento la curiosidad de nuestra especie encontró un nuevo desafío. Primero nos dirigimos hasta allí espoleados por intereses comerciales, la caza de focas y ballenas, luego fueron razones científicas las que nos llevaron a arriesgar la vida entre aquellos hielos.

    Fue una exploración muy diferente a la que hasta entonces había tenido lugar en otras regiones del planeta. Hasta ese momento los viajeros, salvo en los viajes oceánicos del siglo XV y XVI, se había adentrado por terrenos donde ya habitaban otros seres humanos. Pequeñas tribus que ya poblaban la región por cientos o miles de años, y se sirvieron de los nativos para que les guiasen por aquellos territorios, que ellos creían estar descubriendo.

    Sin embargo, en la Antártida no había poblaciones autóctonas que les ayudasen. Tenían que ser ellos mismos quienes se enfrentasen sin ayuda a los múltiples peligros que podían encontrar en su avance. Era un mapa completamente en blanco que poco a poco, con su tesón, valor y sacrificio, tendrían que ir dibujando para los exploradores que les siguiesen.

    Quizás por eso hemos vibrado de una forma tan especial con las aventuras de sus míticos expedicionarios. Como fue el duelo épico entre el noruego Amundsen y el británico Scott por alcanzar el corazón de aquel continente helado: el Polo Sur. O también la desdichada expedición de Shackleton, donde sólo su optimismo, empatía y capacidad de liderazgo hicieron posible la proeza de que todos sus hombres regresasen con vida.

    A mediados del siglo XX, la etapa de descubrimientos geográficos había dado paso a otra donde la investigación científica trataba de desentrañar –y todavía trata- los misterios de aquel continente. La forma en que el metabolismo de los animales se ha adaptado a unas condiciones próximas al límite de la vida, los fenómenos atmosféricos que se dan únicamente en aquel lugar, la dinámica de sus hielos que condicionan todo el clima del planeta. Un campo de estudio inmenso donde todavía nos queda mucho por investigar.

    Por desgracia, la Antártida también contiene una gran riqueza en recursos minerales y, al igual que habíamos parcelado todo el planeta en naciones, también aquel continente remoto sufrió en ese periodo la amenaza de las reclamaciones territoriales. Lo que bien pudiera haber llevado a una confrontación bélica en el lugar más impoluto del planeta. Aquellos fueron unos años complicados en la historia de la humanidad, la llamada Guerra Fría, y donde el fantasma de una guerra nuclear se apreciaba como una amenaza real.

    En ese contexto tan poco propició, se organizó una gran campaña de investigación en la Antártida donde participaron 11 países. El ambiente de cooperación tuvo unos resultados científicos tan excepcionales que, de forma sorprendente, los enemigos acérrimos en otras partes del planeta decidieron continuar conviviendo pacíficamente en la Antártida.

    En 1961 entró el vigor el Tratado Antártico que desde entonces establece al continente blanco como un lugar sin fronteras, dedicado exclusivamente a la ciencia, prohibiendo expresamente las actividades militares y congelando las reivindicaciones sobre su territorio. Años después, se amplió para conceder una protección ambiental especial a la región, entre la que se incluye la protección de su fauna, la gestión sostenible de los recursos pesqueros del océano austral y la prohibición, durante al menos medio siglo, de la explotación de sus recursos minerales.

    Ojalá que con el paso del tiempo ese Tratado, -que ha consagrado la Antártida como un lugar para la Paz, la Ciencia, la Cooperación entre países y la Solidaridad entre las personas- se extienda a otros lugares. Y, por qué no a todo el planeta.

    Situado sobre el Polo Sur, este inhóspito e inmenso continente está cubierto por una capa de hielo
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