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    Barroco

    Es curioso cómo una palabra que remite al período más brillante de la historia de nuestra literatura se aplica a cualquier texto que entrañe una mínima dificultad

    23 octubre 2022 21:34 | Actualizado a 24 octubre 2022 07:00
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    El Diccionario de la Real Academia Española aclara que el término «barroco» procede del francés baroque, que es a su vez una mezcla del vocablo Barocco (una figura de silogismo usada por los escolásticos) y del portugués barroco, que significa ‘perla irregular’, el «barrueco» que usamos en español. Hasta no hace tanto, la etimología se reducía solamente al origen portugués, que es el que a mí me parece más sugestivo. El término adquirió después un sentido despectivo al relacionarlo con el exceso ornamental, significado que también recoge el DRAE en su séptima acepción.

    Pero en los últimos tiempos esta última definición ha ido utilizándose con tal ligereza que ha llegado a convertirse en un adjetivo que en literatura se aplica ya a cualquier texto que entrañe una mínima dificultad. Si un texto literario incorpora un vocabulario que excede las competencias lingüísticas del lector, es barroco. Si el autor se vale de determinadas imágenes poéticas nacidas de una legítima vocación de estilo, entonces el escritor es un escritor barroco. Es curioso cómo una palabra que remite al período más brillante de la historia de nuestra literatura ha sido degradada hasta ese punto. Se trata de la misma desemantización –si se me permite la expresión filológica– que sufren otras voces como «fascista», «nazi» o «exilio», utilizadas alegremente por quienes nunca sufrieron un régimen autoritario y por los que nunca se vieron en la dramática tesitura de tener que exiliarse. Por eso cualquier actitud algo conservadora se tacha enseguida de «fascista»; a las feministas más vehementes se las llama «feminazis»; y Puigdemont dice que está «exiliado». No sé si Primo Levi, Antonio Machado usarían esas palabras para tales nimiedades. Pues con la literatura pasa igual. He leído algunos de esos libros que determinados lectores tachan de «barrocos». Pero para quienes hemos disfrutado de Alejo Carpentier, Juan Benet, José Donoso, Gabriel Miró, Caballero Bonald o, si me apuran, de Luis de Góngora, esos libros supuestamente «barrocos» no son más que meritorios sucedáneos.

    Es fácil agarrarse al adjetivo «barroco» para enmascarar las propias deficiencias como lector: los déficits en la comprensión lectora; la alarmante falta de vocabulario que convierte un término de uso más o menos extendido en poco menos que en el enigma de la esfinge; o la incapacidad de interpretar una metáfora o una ironía, que hasta no hace tanto tiempo podía comprender cualquier escolar. Una vez me afearon en uno de mis libros la palabra «mocárabe» que yo había utilizado para referirme a las gotas de lluvia que pendían de las farolas. No es obligatorio conocer la palabra «mocárabe» pero la ignorancia del vocablo creo que no legitima a nadie para tachar un texto de «barroco» por la sola causa de que esa palabra no forme parte de su acervo léxico. Es solo un ejemplo de tantos. Y podrían entenderse tales reticencias si el escritor usase su repertorio retórico solamente para el lucimiento personal, pero si éste está al servicio del conjunto y responde a una vocación estética dosificada con inteligencia y rigor, los hallazgos poéticos redundarán en el valor literario del texto y evitarán, como le oí decir una vez a Luis Landero, esa escritura burocrática que se limita a tramitar el argumento y que convierte la literatura en un acta notarial. «Se puede ser sencillo y falso, y se puede ser barroco y verdadero. La sencillez no es garantía de nada», añade el escritor extremeño. Y en cualquier caso, siempre me parecerá bien que las conchas de los moluscos alberguen su perla nacarada. Irregular si se quiere: un barrueco. Pero perla, al cabo.

    Mi blog literario: http://cesotodoydejemefb.blogspot.com

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