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Sixena: murales de historia, memoria y conflicto

Las pinturas de Sixena preservadas en Barcelona y reclamadas en Aragón, reabren el debate sobre memoria, identidad y conservación sirviéndose del linchamiento político

Fragmento de los murales de la sala capitular del monasterio de Sixena, que se exponen en el Museu Nacional d’Art de Catalunya

Fragmento de los murales de la sala capitular del monasterio de Sixena, que se exponen en el Museu Nacional d’Art de CatalunyaMNAC

Òria Valls
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En el corazón de la llanura aragonesa, entre campos de trigo y silencios centenarios, se alza el Monasterio de Santa María de Sixena. Fundado en el año 1188 por Sancha de Castilla, reina consorte de Alfonso el Casto, se convirtió no solo en un centro espiritual, sino también en un símbolo político, un panteón real y un foco de cultura dentro del universo de la Corona de Aragón. Era un monasterio de la orden de San Juan de Jerusalén, que acogía monjas nobles y reales, mujeres que encontraban allí refugio y autoridad bajo la protección divina y terrenal.

En este contexto de poder y espiritualidad nacieron las pinturas murales de la sala capitular, un ciclo pictórico fechado a finales del siglo XII y principios del XIII. El arte románico tardío, con pinceladas bizantinas y ecos de la miniatura inglesa y francesa, dio cuerpo a un programa iconográfico de una intensidad inusual. El programa iconográfico incluía escenas del Apocalipsis, del Juicio Final y del Antiguo Testamento, con una clara función catequética y litúrgica, y constituían un elemento central en la definición del espacio monástico y en la construcción de la identidad espiritual de la comunidad; es decir, no eran solo decoración sino catequesis visual y la voz de los evangelios traducida en formas y colores para unas monjas que vivían entre la oración y la política.

Desde un punto de vista jurisdiccional, en aquel tiempo Sixena formaba parte de la diócesis de Lleida. La sede ilerdense se extendía mucho más allá de las fronteras actuales, abarcando amplios territorios aragoneses, y, por lo tanto, las obras de Sixena son testigos de una geografía eclesiástica que explica por qué Catalunya y Lleida han sentido siempre el vínculo con el patrimonio de Sixena.

El caso Sixena ejemplifica las tensiones entre la historia compartida y las identidades territoriales

Pero la historia está hecha de rupturas. El 1936, en plena Guerra Civil, el monasterio fue incendiado y las pinturas quedaron dañadas. En este contexto, especialistas catalanes arrancaron las pinturas de la sala capitular y las trasladaron a Barcelona para preservarlas, comprándolas a las monjas posteriormente e incluyéndolas en el Museo de Arte de Catalunya (hoy MNAC). Esta acción, interpretada como una medida de salvaguarda por unos y como un expolio por otros, es el origen del litigio contemporáneo.

Durante décadas, el Gobierno de Aragón y el Ayuntamiento de Villanueva de Sixena han reclamado el retorno de las pinturas y de otras obras. La Generalitat y el MNAC, en cambio, han defendido que su custodia garantiza la preservación y la difusión de un patrimonio demasiado frágil para ser manipulado. Los tribunales, en la mayor parte de los casos, han sentenciado a favor del retorno, y en 2017 se trasladaron 97 piezas del Museo de Lleida a Sixena. Pero las pinturas murales siguen resistiendo en Barcelona: demasiado delicadas, demasiado llenas de fisuras y silencios para soportar un nuevo viaje.

La voz del historiador Alberto Velasco, antiguo conservador del Museo de Lleida, emerge como altavoz principal contra la causa, y desde su experiencia profesional ha defendido que la singularidad técnica del conjunto hace que no haya precedentes de traslados comparables, y que cualquier intento de restitución conllevaría riesgos muy elevados para su conservación. Velasco denuncia que la política y la justicia han ignorado los criterios técnicos de conservación, y recuerda que los precedentes de traslados similares como el caso de San Baudelio de Berlanga acabaron con la aparición de hongos y degradaciones irreversibles. Insiste en que el caso de Sixena es único, sin paralelos, y que hay que escuchar a los conservadores-restauradores antes de condenar las pinturas a un futuro incierto, situando en el centro del debate la necesidad de priorizar la preservación material de las obras.

El conflicto, sin embargo, va más allá de técnica y derecho, pues es también una lucha de memorias e identidades. El caso Sixena ejemplifica las tensiones entre la historia compartida y las identidades territoriales. Para Aragón, el retorno de las pinturas simboliza la recuperación de un patrimonio histórico y de una dignidad cultural. Para Catalunya, la custodia en Barcelona garantiza la preservación y la continuidad de un legado que, además, formó parte de la diócesis ilerdense. En definitiva, más allá de la disputa política, el caso pone de manifiesto la complejidad de gestionar un patrimonio común que ha sido objeto de destrucción, traslado y conflicto.

El futuro del conjunto mural permanece incierto, a la espera de una solución que concilie la legitimidad histórica con la responsabilidad patrimonial

En otros casos de patrimonio en disputa, la lógica patrimonial ha prevalecido con más claridad. Un ejemplo paradigmático es el de la Dama de Elche, trasladada a Francia tras su descubrimiento y devuelta a España el 1941 mediante un acuerdo internacional, y que también ha sido objeto de restituciones puntuales entre museos españoles cuando se ha considerado que el origen local y la significación cultural lo justificaban. En estos contextos, en los que Catalunya no es parte directa, parece más fácil aplicar criterios de conservación y de retorno simbólico sin que el debate adquiera la misma carga política. El contraste con el caso de Sixena pone de manifiesto cómo las tensiones territoriales influyen en la interpretación de los derechos sobre el patrimonio y dificultan la búsqueda de una solución basada exclusivamente en argumentos académicos y técnicos.

Las pinturas de Sixena continúan hoy en el MNAC, preservadas en condiciones óptimas de conservación, mientras que el monasterio, por su parte, acoge réplicas y las 97 otras obras ya devueltas del museo de Lleida. El futuro del conjunto mural permanece incierto, a la espera de una solución que concilie la legitimidad histórica con la responsabilidad patrimonial.

Sixena, así, se convierte en metáfora de un patrimonio que trasciende fronteras, que nace en un lugar y crece en otro; que pertenece a todos y a nadie, y que se convierte en campo de batalla de discursos políticos. Es también una advertencia: el patrimonio, cuando se toma como bandera, corre el riesgo de perder su esencia, que es ser memoria compartida.

Entre los muros quemados de Sixena y en las salas del MNAC, las pinturas permanecen. Ellas no conocen de artículos judiciales ni de argumentos de gobierno; conocen el paso del tiempo, la fragilidad de la cal y el temblor del pigmento. Son testigos mudos de una historia que aún late, esperando que algún día se las escuche más como obras de arte que como trofeos de conflicto.

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