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    Guillermo Ruiz: «Cuando un inmigrante regresa a su país, el pasado irrumpe con fuerza»

    En ‘Días detenidos’ (Navona Editorial), el escritor boliviano presenta un choque de culturas entre Francia y La Paz con un suspense siempre latente

    25 julio 2022 14:50 | Actualizado a 25 julio 2022 21:02
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    Guillermo Ruiz Plaza es un escritor boliviano afincado en Francia que se alzó con el Premio Nacional de Bolivia, el más importante del país, con Días detenidos (Navona Editorial). En ella relata el choque cultural entre Francia y La Paz, con el trasfondo trágico del pasado de la protagonista, Lea, en una historia donde los silencios dicen más que las palabras. Si en un primer momento Lea huyó de La Paz y de su pasado, años después lo repite, aunque al revés. Regresa a Bolivia para estar junto a su madre en sus últimos días, pero también escapando de su marido, al que ya no conoce. Su matrimonio se ha roto, ella desconoce el motivo; el lector también. Una historia entre virajes, desvíos y pensamientos abruptos, aunque siempre lúcida con «resonancias políticas, que habla de la Bolivia de las últimas décadas y de sus transformaciones sociales».

    Hay paralelismos entre Lea, la protagonista, y su persona. ¿Qué hay suyo en ella?
    Ciertas cosas en común. Por ejemplo, llegamos a Francia el mismo año y de un mismo medio social. Aunque yo no tuve esa historia de asesinatos en mi familia y otros asuntos turbios, para mí era necesario ambientar todo como en mi vida para darle un toque de autenticidad. Ella viene a Francia con una beca académica, como yo y se dedica a la poesía, igual que yo, que en mis años universitarios leía y escribía casi exclusivamente poesía. Sí que hay cosas en común con Lea, aunque también hay grandes diferencias, que hace que sea un personaje y no un simple calco de mí mismo.

    Cuando una persona hace el esfuerzo de salir de su país de origen, ¿qué ocurre cuando se le desmorona esa nueva vida en el de acogida?
    Es una experiencia difícil, sumamente enriquecedora y finalmente, para mí es una experiencia decisiva de mi vida. Yo no comprendí plenamente quién era, tal vez no plenamente porque nunca llegamos a conocernos del todo, hasta que llegué a Francia y vi que aquí había muchos latinos. Sobre todo en Toulouse, la zona donde estudié, viven muchos colombianos, paraguayos, argentinos, mexicanos y, en menor medida, bolivianos. En España sí que hay muchos, pero en Francia somos muy minoritarios con respecto a las otras comunidades latinoamericanas. Es muy interesante porque tomas distancia con respecto a tu propia cultura cuando todavía no has adoptado la del país que te ha acogido. Estás entre dos aguas, en una especie de frontera que hace que veas las cosas con más lucidez. A veces te puede confundir, aunque la mayoría de las veces te da cierta lucidez sobre las identidades nacionales, regionales. Te desprendes de muchos lastres.

    ¿De cuáles?
    No le veo el sentido al nacionalismo. No le veo sentido al chovinismo. Me encanta descubrir nuevos platos, nuevas personas, nuevas nacionalidades. Por ejemplo, cuando regreso a Bolivia me doy cuenta del racismo enquistado desde hace muchos años.

    «La subida de la extrema derecha en Francia parece imparable»

    Racismo en Bolivia, ¿y en Europa?
    Admiro mucho el espíritu europeo, de la UE, ese espíritu de rechazar los nacionalismos para abrazar una causa más vasta. Por eso he visto con preocupación el brexit y veo con preocupación la invasión de Ucrania por Rusia, aunque esa guerra ha reforzado aún más los lazos. Europa es, sin duda alguna, el continente donde más tolerancia hay, donde más civilizada es la gente. Por ejemplo, los africanos que cruzan el Mediterráneo para llegar a Europa se sorprenden muchísimo de que los traten como a seres humanos. No se pueden creer tanta tolerancia, tanta humanidad. Eso demuestra que el racismo en Europa sigue siendo un problema real, aunque no tanto como en otros continentes.

    En referencia a los personajes, presenta una relación materno-filial muy difícil. ¿Cómo la construyó siendo usted un hombre?
    El narrador tiene que saber transformarse, cambiar de género, de nacionalidad y en eso ayudan mucho las lecturas, son las que nos dan el punto de vista del otro, con mayúsculas, del que es distinto. De hecho, paralelamente a la escritura de la novela, leí a muchas novelistas mujeres. Aun así era un gran desafío porque es una novela de 350 páginas y requería mucha concentración. A la vez, traté de no caer en estereotipos o en lugares comunes, traté de inspirarme en las mujeres que conozco, quizás en algunos personajes femeninos, también. Y para el personaje de la madre me inspiré bastante en mi abuela y mi madre, que son dos mujeres extraordinarias que en algún momento tenía que llevarlas a la ficción.

    El lector no sabe bien por qué se rompe el matrimonio. Mantiene la intriga, al mismo nivel que el asesinato del padre de Lea.
    La idea del suspense es justamente que el lector no deje el libro, que en ocasiones ocurre. Quise combinar un suspense adictivo y una profundidad literaria. A veces lo que ocurre es que si esta profundidad no va acompañada de una escritura amena, termina por cansar al lector y quería evitar ese riesgo.

    En cuanto al estilo, funciona como una mente a nivel interno. Mezcla La Paz con Francia, aquí y allá. Todo a la vez.
    En filosofía, la concepción moderna del tiempo la explica muy bien Bergson. Cómo el tiempo no es una línea, sino un remolino, en el que estamos constantemente proyectando el porvenir, a la vez que recordando cosas en los momentos más peregrinos y a veces el pasado irrumpe con mucha fuerza. Y eso pasa en particular cuando un migrante vuelve a su país. A mí me ocurre. Durante años, en Francia no recuerdo ciertas cosas y luego basta que vea el rostro de mi madre, un mueble, una fotografía que ella tiene en el pasillo para que de pronto el pasado resurja con mucha fuerza y de eso va también la novela. Del regreso al país natal y de cómo el pasado en realidad nunca está muerto. Lo decía Faulkner, el pasado ni siquiera ha pasado.

    $!Guillermo Ruiz: «Cuando un inmigrante regresa a su país, el pasado irrumpe con fuerza»

    ¿Cuál es el sentimiento que predomina en Lea cuando regresa a Bolivia?
    Ella siente una mezcla de nostalgia y horror por su pasado porque cuando está en Bolivia se da cuenta plenamente de que el asesinato de su padre, que nunca llegó a esclarecer, es un enorme agujero, una cosa que la carcome por dentro. También se da cuenta de que hay una barrera entre ella y su madre, que también la carcome. Finalmente, siente culpa, que es algo que yo he sentido también cuando he vuelto y he visto la soledad de mi madre. Pienso que es ineludible. El hijo que se va, que no vuelve, es siempre el hijo que la madre echa en falta. Por último, a mí me ha pasado algo muy extraño con esta novela. Cuando la escribí, mi madre estaba perfectamente bien de salud, cuando gané el Premio Nacional fue ella quien lo recibió. Pero sucedió que fue premonitoria porque a los dos o tres años de publicada, mi madre cayó enferma y ya no se levantó más de la cama. Justamente con estos problemas que tiene la madre en la novela, que le falla la memoria, la motricidad. Es una cosa rarísima. No sé si es una mera coincidencia o la literatura a veces tiene este poder premonitorio.

    ¿Por eso tantos silencios?
    Sí. Creo que estamos constituidos de silencios, olvidos y vacíos. Influyen tanto como lo que queremos saber sobre nosotros.

    Lea se siente mal porque no puede cuidar a su madre, un rol tradicionalmente femenino. ¿Cómo funciona el sistema sanitario en Bolivia?
    Con la crisis de la Covid hemos podido comprobar que el sistema de salud boliviano es desastroso. Si no tienes dinero para ir a la salud privada, más o menos estás condenado. Y luego, como cuento, ahora lo estoy viviendo en mi propia familia. Tengo dos hermanas, una de ellas cuidó a mi madre, en La Paz. Luego, mi madre se trasladó a Barcelona porque hay terapias que no existen en Bolivia, por lo que ahora la cuida mi segunda hermana y yo voy cuando puedo y también pongo de mi parte. Sin embargo, no creo que sea algo que hemos hecho por tradición. Simplemente, se ha dado así. Creo que, en general, ya no existe ese papel que otorgaba a la mujer la obligación de encargarse de todo. Y eso es algo que trato de plasmar en la novela. Porque finalmente, se invierten los papeles. Es el hermano quien cuida a la madre y eso es una de las razones de la culpa de Lea.

    En realidad, ella está en una frontera. ¿Una persona que sale de su país, siempre se queda ahí?
    Sí, hay dos lados. Por una parte, un migrante es alguien que pertenece a ambos países. De hecho, yo tengo la doble nacionalidad. Y a mí me parece muy lógico porque son las dos culturas que me han alimentado desde niño, cuando iba a una escuela francesa en La Paz. Luego pasé al colegio, al Liceo francés y finalmente, vine aquí a la universidad. El francés me acompaña desde pequeño y también su cultura, que admiro muchísimo. Para mí la literatura francesa es una columna vertebral. Pero, por otra parte, nos sentimos quizá un poquito desplazados porque no pertenecemos ya del todo al país de origen. Uno trata de adaptarse lo mejor que puede al país que lo ha acogido con tanta generosidad, pero siempre, en el fondo, hay una leve resistencia, una especie de raíz que por mucho que tiramos, nos lleva al otro lado del charco.

    «El hijo que se va, que no vuelve, es siempre el hijo que la madre echa en falta»

    En la novela hay una imagen en la que hacen una cola de varias horas para conseguir la documentación. ¿Es su experiencia?
    Cada año, cuando tenía que renovar mi permiso de residencia, eran dos o tres días de muchas horas de cola y lo mejor es que llegabas a la ventanilla y a veces te decían «vuelva mañana». Pero también sentía verdadera lástima por la persona que estaba atendiendo y pensaba que una única ventanilla para 1.000 personas quizás era una estrategia de disuasión, de lanzar el mensaje de «si quieres quedarte un poco más, realmente te tiene que costar, te vamos a hacer sudar la gota gorda». Me lo tomaba con cierto humor, me llevaba un libro y me lo leía entero mientras estaba en la cola. Tampoco me lo pasaba tan mal.

    El marido de Lea la anima a formalizar los papeles antes de que llegue el Frente Nacional al poder. ¿Cómo ha vivido usted el ascenso del partido en las últimas elecciones francesas?
    Yo llegué aquí en 2001 y en 2002 fue cuando por primera vez en la historia el Frente Nacional tuvo visibilidad, frente a Chirac. En ese momento fue una gran sorpresa, de tal manera que en la segunda vuelta todo el mundo fue a votar tapándose la nariz y Chirac acabó ganando en un 80%. Cinco años después, el porcentaje de votos del Frente Nacional había crecido, aunque ha sido, sobre todo, desde que Marie Le Pen tomó la cabeza del partido cuando empezó a subir de manera inquietante. Con estas elecciones legislativas ya ha alcanzado casi 90 diputados, algo que nunca antes había ocurrido. El Frente Nacional comenzó hace unos 20 años con 8 diputados o sea, que se ha multiplicado por 10. Estamos asistiendo a una subida de la extrema derecha que parece imparable.

    ¿Cuál cree que es la causa?
    Por motivos que no son tan simples, creo que en gran parte se debe a un rechazo del sistema, un rechazo a los gobiernos franceses que hacen más de lo mismo. Es decir, que se pliegan a las directivas de Bruselas, lo que parece que está incidiendo bastante en la decisión de muchos ciudadanos de votar a un partido que sale del sistema. Al mismo tiempo, ese partido amenaza al sistema, tanto a la república como a la democracia.

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