Donde Casilla se siente en casa

Tres miembros del CE Alcover en los años 90 repasan el eslabón que supuso el paso de Kiko Casilla por la entidad. Su hermano José Antonio y él han sido homenajeados en varias ocasiones

19 mayo 2017 16:55 | Actualizado a 21 mayo 2017 16:06
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Un estadio vacío es lo más parecido a un lugar desangelado, falto de ambiente y tensión. Admite un semblante de viejo Oeste desamparado y mortuorio, y en él perviven historias de lo que pudo llegar a ser: fuente de inspiración para unos, simple lugar de paso para otros. En Alcover, la intensidad de los pasajes crece cuando pisa la moqueta del Municipal quien desgastó sus primeras botas de goma en la tierra pálida y fría que subyace en el terreno. Allí, el nombre del madridista Kiko Casilla (Alcover, 1986) retumba con fuerza parecida a la de un ciclón, en efímeras charlas de barrio, en comidas de Navidad e incluso donde se le vio, a finales de los noventa, enfundado en guantes de algodón, lanzándose sobre un rudimentario balón de cuero.

Debía de andar a todo trapo la lavadora en casa de los Casilla cuando se acercaba el fin de semana y su benjamín compartía camisa con chavales de distintas categorías a la vez. El estrecho lazo entre los miembros de un club de poco más de cien inscritos se reflejaba en la asistencia multitudinaria a los campos de sus hinchas más fieles: padres que rebobinaban las jugadas en grabadoras de videocasete VHS y madres que sufrían verdaderos espasmos al celebrar los goles de los suyos. 

‘A nadie le gustaba perder’

Las cicatrices duraban tan solo una semana y el resultado era lo de menos, «aunque a nadie le gustaba perder, y menos a Kiko», deja claro un Francesc Sendrós que por las fechas en que el portero era un valor en alza ya se había agenciado de la presidencia del CE Alcover después de pasar por su junta directiva. «Era eléctrico y gozaba de facultades que otros, a su edad, todavía no habían desarrollado», cuenta el exdirigente, que firmó su baja del conjunto local para que continuara defendiendo los colores del Nàstic en septiembre del 2000.

Aunque veía venirse, la marcha prematura de Casilla, que rozaba el metro ochenta de altura, se espesó debido al exiguo trato mostrado desde la capital en aquel entonces, asunto que terminó granjeándose la incredulidad de Sendrós y los demás: «Esperábamos algún gesto.» No obstante, esto no tachó la grata reacción que manifestó tras su adiós el pueblo en masa y Montserrat Tell en particular, un terremoto en las oficinas del club por las múltiples tareas que se le pedían. Su pasión por lo deportivo la convirtió en la taxista oficial de la entidad («llegué a hacer hasta dos viajes a un mismo campo para que nadie se quedara en Alcover sin poder jugar»). Y de Kiko: «Me encargué de llevarlo habitualmente a los entrenamientos de los infantiles provinciales que se reunían en Cambrils. Y allí estábamos, hasta que terminaba, se duchaba y regresábamos al pueblo, ya de noche», recuerda Tell.

Pero quedaba aún por aderezar lo que más tarde se atreverían a trabajar hombres como Manuel Amieiro o Tommy N’Kono desde los banquillos, pero que Jordi Sanromà, primer técnico de Casilla en las filas del Alcover, descubrió antes: «su retraimiento bajo palos». La timidez intrínseca del cancerbero al mandar atrás no se contrarrestaba con entrenamientos específicos para paliar ésta u otras limitaciones: «Le costaba lanzarse por la izquierda», añade.

Sin embargo, tampoco era de forzosa necesidad; para el técnico, «las sesiones se orientaban más al disfrute de los jugadores, compañeros de pupitre en la escuela, que a la corrección puntual». Todos aprendían por igual.

Pudo no haberle quitado el sueño la rutina en el área pequeña y por ende prefiriera darle al balón detrás de una red de volei, como hizo su hermano José Antonio, hasta 160 veces internacional con la roja, pero Casilla se sentía cómodo compartiendo ratos con sus primos maternos, también porteros pero de distintas edades, y coleccionando episodios desde los seis años bajo el techo del Pavelló Municipal, todavía sin nombre. De hecho, reconoce Sanromà, «pasó más tiempo allí que en el Estadi», donde el movimiento de las canteras de la localidad, situadas a escasos metros de distancia, remueve las entrañas del suelo que desde ayer acoge el ahora llamado Camp Municipal d’Alcover Kiko Casilla. 

La guinda del pastel

El de Alcover es el último de una lista de deportistas –algunos en activo– que pueden presumir de tener un estadio con su nombre. Antes lo hicieron, por ejemplo, Iker Casillas, con mausoleo en su Móstoles natal, o Guillermo Amor, excentrocampista culé nacido en Benidorm. También reside su nombre en una de las puertas de acceso al RCDE Stadium de Cornellà-El Prat desde 2015 con motivo de su destacado papel en la historia del conjunto blanquiazul, y este año se ha convertido en padrino de un programa de acción social de Cortefiel que tiende su brazo a colectivos desfavorecidos sea cual sea su ubicación. Un buen ejemplo.

El portero y su hermano, afincado en Nerja, escenario del mítico Verano Azul televisivo de los ochenta, han pasado además por el entarimado del salón de plenos local para ser homenajeados: el primero lo hizo con motivo del pregón de las fiestas patronales de 2012 y el segundo, a quien se le concedió el mérito de ser uno de los mejores deportistas tarraconenses por su logros en el parqué, unos años antes.

Ayer, en la grada del estadio, todas las caras eran conocidas. «Esto no me pasa en el Bernabéu», insistió Casilla, rodeado de viejos amigos, tras ponerse en el círculo central con un micrófono en la mano. En Alcover, a Kiko Casilla pocas veces le paran para pedirle autógrafos y fotografiarse con él; sí lo hacen para preguntarle por su nueva vida en el Real. Y por Julen, su hijo menor, nacido en verano, que pronto podrá comprender la trascendencia que posiblemente tendrá su apellido por estos lugares. El tiempo lo dirá.

 

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