Vítor Silva dispone de un don; imagina paraísos que nadie ve. Cuando el resto del mundo se conforma con un pase de seguridad, el portugués aclara el paisaje con una bandeja de plata. Descubre caminos con la dulzura de un toque, de apariencia estéril, aunque de influencia crucial en el juego. Su principal virtud se encuentra en el cerebro. Piensa. Medita constantemente sobre el césped. Es un intelectual del fútbol.
Vítor eligió el derbi para disfrutar del foco. Fue responsable. El Reus pedía a gritos el auxilio de sus jugadores diferenciales, en un escenario incómodo, tras cinco fechas sin celebraciones. Contagió entusiasmo con ese fútbol de salón que enloquece a los románticos. Fue como tomar el violín y relamer a los puristas del Liceu, en una noche de frac, con la alfombra roja desplegada en la entrada del majestuoso teatro barcelonés. En eso se convirtió el Nou Estadi de Tarragona, en el mejor teatro para Vítor.
En las calles de Reus, el gol antológico del portugués se erigió en tema de conversación fetiche. En una bonita forma de alegrar el lunes. En el derbi, no sólo hubo eso. Vítor manejó el juego a su antojo, con la ayuda impoluta de un plan colectivo fascinante, y el apoyo indiscutible de Juan Domínguez, decisivo en la cocina. La mejor virtud del luso tuvo que ver con la frecuencia. Compareció con una continuidad deliciosa. Huyó de la intermitencia. Siempre emergió en zonas muertas, bien perfilado y con ventaja para combinar. Primero descubrió la grieta, luego ejecutó. Fue desahogo para descansar con la pelota. Ante el Nàstic, el Reus defendió más con la posesión que sin ella. Jamás se vio agobiado en el barro de la trinchera.
Bajo esa expresión despreocupada que le distingue, el enganche se movió con una naturalidad rutinaria. A simple vista parecía que andaba en una sobremesa con amigos de la infancia. En realidad, desnudó el exceso de marketing del derbi y reivindicó las pachangas en el barrio. El fútbol de Vítor es justamente eso.
Y entonces se cumplieron los 84 minutos, con el derbi indefinido, a pecho descubierto y el Nàstic oxigenado tras la igualada de Álvaro Vázquez. El balón tomó el cielo sin rumbo, dejó que los actores decidieran su propia suerte. Cuerpearon primero Máyor y Molina en ese registro en las alcantarillas que nadie valora, pero que ofrece ventajas incuestionables. La caída dividió esta vez a Fran y Kakabadze, peleados toda la tarde en el costado izquierdo. Fran la tocó casi en el alambre, pero sin querer generó la ventaja para una culminación de dibujos animados. Oliver y Benji la hubieran firmado en uno de sus capítulos.
Un golpeo maravilloso
El portugués acompañó la acción y observó como la pelota caía mordida, en una de las esquinas del área. No avisó. Perfiló el cuerpo para golpear de primeras, con la diestra. Vítor entendió, justo después de pegarle, que había atrapado el éxito. La curva del balón congeló los sentidos, dirección al ángulo izquierdo de Dimitrevski. Fue un golazo que adornó una noche de enciclopedia para el ‘6’ del Reus. No es la única desde que llegó, hace cuatro temporadas.
Resulta curioso como el mediapunta ha escogido las grandes citas para exhibir el desequilibrio. Existen un puñado de ejemplos. Anotó el gol ante el Olot, que originó el primer play off de ascenso a Segunda para el Reus. Nadie discute su papel en la eliminatoria de los sueños ante el Racing de Santander, la que abrió la puerta de Segunda División. En el curso pasado, en ese sprint final hacia la permanencia, participó con una incidencia brutal para el Reus.
La diferencia con el resto se halla en el misterio de Vítor por ver cosas que nadie ve. De ahí su jerarquía.