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    La armonía

    09 enero 2023 17:31 | Actualizado a 09 enero 2023 17:39
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    He estado unos días en el monasterio de Montserrat con un buen amigo, recuperándonos de nuestro mundo estresante y viviendo a toque de campana. Allí arriba todo funciona como un reloj suizo y nunca mejor dicho, porque a la que suena la campana empieza la oración, la bendición de la mesa o cualquier otra actividad. No nos ha hecho falta el reloj y hemos abandonado los teléfonos en las celdas. ¡Tres días! Mi amigo, que nunca había estado en un monasterio, se ha quedado de piedra.

    En una de nuestras largas conversaciones, hemos ido deshilando lo que significa la vida cenobítica hasta llegar a la conclusión de que nuestras concepciones sobre las zonas de confort que tanto criticamos deberían analizarse con una nueva luz.

    Lo primero que notó mi amigo es que toda esa organización lleva a una sensación de tranquilidad y de no tener que preocuparse casi por nada. Todo está organizado hasta el más mínimo detalle y se repite una y otra vez desde hace siglos en una rutina que impide la innovación y el cambio.

    El desapego es una de las claves para la felicidad. El apego nos torna egoístas, mezquinos y preocupados por conservar y hacer crecer lo nuestro hasta el límite.

    Le dimos vueltas y más vueltas y no encontramos muchos lugares en que se aplique una disciplina parecida. Se nos ocurrió que solo las cárceles o los campos de concentración deben funcionar a toque de reloj como los monasterios.

    Parecería que los regímenes tan estrictos se utilizan para la anulación de la persona, para obtener la obediencia ciega y disminuir la tensión que provoca la necesidad de reinventarse continuamente, tal como lo vendemos los de marketing. Un magnífico mecanismo para evitar las preocupaciones que tanto tiempo nos ocupan.

    Lo segundo que comentamos es que, a pesar de la opulencia del edificio, la simplicidad es máxima. No tienen nada más de lo que llevan puesto, que solamente se cambia cuando se rompe. Es verdad que la biblioteca es enorme pero también lo es la de cualquier ciudad y no tenemos la sensación de que sus libros nos pertenezcan.

    Pensamos que ellos deben tener la misma sensación: hay muchas cosas que les rodean, pero no son suyas. Simplemente las guardan o cuidan, pero ni se las pueden llevar ni vender. ¿Qué sensación produce el no tener nada propio?

    En definitiva, nos acogía una comunidad que vive en la más estricta rutina y desprendimiento, herederos de San Benito de Núrsia y gobernada por su Regla, terminada de escribir en el año 550. Sin embargo, lo que veíamos eran rostros relajados y casi transparentes, sonrisas que surgían al mínimo contacto y una paz que se respiraba y casi se tocaba. ¿Son la rutina y el desprendimiento los mecanismos que provocan tan magníficos resultados?

    El desprendimiento lo entendimos enseguida porque el apego tiene todas las desventajas imaginables. Si estamos enganchados a la vida, sufriremos mucho con la muerte. Si estamos apegados al dinero, sufriremos cuando no lo tengamos y así sucesivamente.

    El desapego es una de las claves para llegar a la felicidad, a la santidad, a un estado de beatitud constante que evita la mayoría de nuestros sufrimientos. El apego nos torna egoístas, mezquinos y preocupados por conservar y hacer crecer lo nuestro hasta el límite.

    Cuando todo está reglado, nadie pierde el tiempo, nadie espera, nadie se frustra

    Pero ¿y la estricta rutina? La primera ventaja que vimos casi de inmediato es que el no preocuparte por el día a día como lo hacemos normalmente, nos liberaría de muchísimo tiempo. Imaginen ustedes que hiciésemos como mi abuelo que se sentaba en la mesa y cuando sonaba la campana del reloj de pared del salón, se servía el almuerzo.

    Quien no estaba en la mesa a la hora exacta, no comía. Sin excusas. Llegarán a la conclusión fácilmente de que todos estábamos sentados a esa hora y sin protestar, porque la rutina se había convertido en costumbre y nadie la ponía en entredicho. A todos nos iba bien así y eran almuerzos eficientes, rápidos y bien orquestados.

    Igual si además del almuerzo regulásemos el desayuno y la cena conseguiríamos tener una vida en común más armónica que el desbarajuste de algunos hogares de hoy. Y ya surgió la palabra del titular: la armonía. Cuando todo está reglado, nadie pierde el tiempo, nadie espera, nadie se frustra. Es lo que hay y basta.

    Quizás esa estricta observancia a golpe de campana evita muchos malentendidos, muchas horas perdidas, muchas incomprensiones. Y quizás el fruto de ello sea la armonía: el conjunto de personas que conviven comparte los tiempos en común sin sobresalto alguno.

    Aprender de los monjes es algo que he defendido en esta columna muchas veces. Son muy sabios en todos los sentidos y llevan una vida que vale la pena conocer y apreciar. Su rutina genera un valioso tiempo para dedicar a profundizar en la propia conciencia y llegar a tocar el cielo con la punta de los dedos.

    Xavier Oliver, Profesor del IESE Business School

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