Guerra en Ucrania
«Fucked, Trump is fucked»
Trump necesitaba un acuerdo para calmar a sus seguidores MAGA que desde el escándalo Epstein no dejan de acosarlo y quieren a los EEUUfuera de Ucrania

El presidente de los Estados Unidos, Donald Trump, y el presidente de Rusia, Vladimir Putin, posan en la pista de aterrizaje de la Base Conjunta Elmendorf-Richardson en Anchorage, Alaska.
Para comprender la dificultad de Donald Trump en Alaska, hay que viajar en el tiempo. Hay que irse a décadas atrás, cuando Trump y Jeffrey Epstein eran amigos. Porque el motivo de la cumbre no era la paz en Ucrania, era conseguir despistar a sus seguidores más acérrimos –los MAGA– del escándalo que supone la no desclasificación de los papeles del caso Epstein que directamente le apuntan a él y a Melania, y de paso sacar a los EE.UU. del conflicto que los republicanos detestan.
Tras la rueda de prensa, algunos de los comentaristas más importantes de los EE.UU. recibieron un mensaje en sus teléfonos móviles «Fucked, Trump is fucked» (Donald Trump está jodido). Putin no había cedido, y Trump no había obtenido nada.
Retrocedamos unos días. Hace un par de semanas Donald Trump convoca una cumbre en Alaska con Vladimir Putin para conseguir «la paz» en Ucrania. La paz. ¿Qué está ocurriendo esos días en Washington? En las últimas semanas, la sombra de los llamados archivos Epstein volvió a proyectarse sobre la administración Trump. La relación, entre el magnate y Jeffrey Epstein sigue generando interrogantes no tanto por lo que se sabe, sino por lo que permanece oculto o sin esclarecer. Trump ha pasado de mostrarse abierto a publicar más información sobre el caso a cerrar filas y declarar que el asunto está concluido. Ese giro no ha sido bien recibido ni siquiera dentro de su propio electorado, donde el movimiento MAGA, así como sectores del Partido Republicano, presionan para una mayor transparencia. El problema radica en la percepción de opacidad que despierta cada contradicción del presidente. Históricamente, Trump trató de minimizar su vínculo con Epstein. Sin embargo, los documentos judiciales, los registros de contactos y las imágenes sociales alimentan una narrativa que no puede ser borrada con declaraciones retrospectivas. La Casa Blanca sostiene que el quiebre se debió a las «conductas impropias» de Epstein, mientras que investigaciones periodísticas apuntan a rivalidades inmobiliarias como causa.

El empresario Jeffrey Epstein, ya fallecido, y el actual presidente de Estados Unidos, Donald Trump, en una imagen de archivo.
El trasfondo político es aún más delicado. El universo MAGA, que en gran medida se nutre de teorías conspirativas, ha hecho del caso Epstein un símbolo de la supuesta corrupción de las élites estadounidenses. Desde los foros de QAnon hasta los discursos de ciertos influencers de derecha, la idea de una red de abuso infantil protegida por el poder sigue viva y se cruza inevitablemente con la figura del presidente. Que Trump se desmarque ahora de ese relato representa un choque directo con una parte de su base, que exige respuestas donde solo hay evasivas. En definitiva, Trump enfrenta un dilema estratégico. Si mantiene el silencio, alimenta la desconfianza. Si abre los archivos, se expone a la imprevisibilidad de lo que pueda salir a la luz. El caso Epstein vuelve a recordarle al presidente que, en política, las sombras mal gestionadas se convierten en armas que otros no dudan en utilizar.
Segundo tema: El movimiento MAGA rechaza la implicación de Estados Unidos en la guerra de Ucrania porque considera que los recursos del país deben centrarse en resolver problemas internos como la inflación, la crisis migratoria en la frontera o la seguridad ciudadana, y no destinarse a un conflicto lejano que no perciben como un interés vital.
Esta visión se enmarca en el lema «America First», que prioriza la soberanía nacional frente al intervencionismo exterior. Al mismo tiempo, existe una profunda desconfianza hacia las élites de Washington y lo que denominan el «Estado profundo», a quienes acusan de usar el apoyo a Ucrania como un instrumento para mantener redes de poder globalistas y favorecer a la OTAN, mientras se descuida al ciudadano común.
En este contexto, algunos líderes e influencers del movimiento llegan incluso a mostrar cierta simpatía o tolerancia hacia Vladímir Putin, al que presentan como un dirigente fuerte que defiende valores conservadores, relativizando la amenaza rusa frente a lo que consideran una guerra ajena a los intereses estadounidenses. Todo esto se combina con una fatiga bélica acumulada tras décadas de intervenciones fallidas en Irak y Afganistán, que han dejado un profundo escepticismo hacia cualquier nueva aventura militar.
Finalmente, el rechazo a Ucrania también se utiliza como arma política: Trump y otros líderes republicanos lo presentan como una prueba de la incapacidad de Joe Biden, al que acusan de gastar más dinero en Kiev que en los propios veteranos o en la sociedad estadounidense. De este modo, apoyar a Ucrania se ha convertido en sinónimo de globalismo, mientras que oponerse es, en la narrativa MAGA, una muestra de verdadero patriotismo.
Trump salió de Alaska sin conseguir ninguno de sus objetivos, y Putin (que probablemente sabía cuál era el motivo real) no tuvo ningún problema en decirle, no a su propuesta desesperada. Mientras Ucrania busca una paz que parece escaparse cada día.