Desde la infancia estamos obligados a elegir un bando. Los fuertes o les débiles, blancas o negras, damas o ajedrez, ciencias o letras, Israel o Palestina, Barça o Madrid, Catalunya o España, mar o montaña, Poblet o Montserrat, con cebolla o sin cebolla (la tortilla de patatas), feminista o machista. Cada vez más a menudo y con mayor insistencia se nos impone lo uno frente a lo otro. La división. Se nos exige abandonar el debate para formar parte de una formación tortuga ideológica sin fisuras. ¡Inscríbase usted aquí!, dese de alta allá, firme este manifiesto, compre aquí y no allí. Catalán o castellano. Los convencidos de pensar lo correcto son legión en estos tiempos en los que nadie parece querer vivir en la duda. En estos tiempos en los que escuchar a los demás, ponerse en su lugar, empatizar con tus vecinos es más complicado que hacerlo con los palestinos, con los afganos (¿quién conoce a alguien en Kabul?), en estos tiempos de campañas mediáticas y all eyes in Rafah o Teherán o Venezuela que permiten a nuestras conciencias vivir felices. Da miedo pensar que todos creen tener razón, que nadie quiera sentarse, tomarse su tiempo (como el café de filtro) y reflexionar. La duda razonable.
Suspender los juicios. Dejar el tiempo, suspenderlo si es preciso. El tiempo es el aliado de la serenidad, de la eficacia. Sin tiempo ningún proyecto es posible, ningún resultado alcanzable. El mundo radical es el mundo que lo ha acelerado todo. Un vídeo viral de piñas en un supermercado que provoca casi un alud humano. Por una piña. Un mundo inhabitable de posiciones antagónicas. Responder «no lo sé» es casi una infamia. Empieza un nuevo curso. Un nuevo govern. Un nuevo otoño caliente. Y no hay tregua. Conmigo o contra mí. No hay matiz, no hay espacio para el debate, para el consenso. Será nuestro deber, como medio de comunicación, crearlo, provocarlo, mimarlo y animarlo. Obligar a una reflexión conjunta. A parar el tiempo si es necesario. Eso haremos.