La trifulca entre la Fiscalía General del Estado y el Tribunal Supremo por la ley de amnistía a los implicados en el proceso independentista pone de manifiesto una crisis institucional que mina la confianza ciudadana en el sistema judicial, y con ella, los cimientos mismos de la democracia. La situación se agrava con el encausamiento del propio fiscal general, imputado por el Supremo por perjudicar a un rival del Gobierno. Es un escenario tóxico: la constante erosión de la separación de poderes. La amnistía —una ley aprobada por el Congreso— es vista por algunos como una oportunidad para cerrar heridas y avanzar hacia una solución política del conflicto catalán. Otros la consideran un ataque al principio de la igualdad ante la ley y una humillación para quienes creen en la integridad del Estado. Más allá del legítimo debate entre esas posiciones políticas, lo que verdaderamente sacude el sistema es el enfrentamiento abierto entre las instituciones que deberían ser guardianes de la legalidad. Es una batalla que trasciende el mero análisis jurídico y manifiesta un problema más profundo: la injerencia política en la justicia y, en sentido inverso, la judicialización de la política.
El nombramiento de altos cargos de la Justicia, como el fiscal general o los miembros del Poder Judicial, del que depende la designación del Supremo, ha estado históricamente marcado por sus vínculos con el Ejecutivo o el Legislativo, lo que genera sospechas sobre su imparcialidad. Las instituciones europeas lo advierten desde hace al menos una década. El uso de los órganos judiciales como herramientas del juego político es un mal endémico, nutrido durante años por los dos principales partidos políticos españoles, que contribuye a la espiral de desconfianza de los ciudadanos hacia las instituciones que deben proteger sus derechos. Un sistema judicial percibido como apéndice de los partidos deja de ser un árbitro neutral para convertirse en un actor más del juego político, con consecuencias devastadoras para la salud democrática de cualquier país. Es imperativo que los partidos dejen de interferir en el poder judicial, y que se garantice su independencia real y efectiva. Asimismo, los actores judiciales deben evitar caer en el juego político, manteniendo su papel como defensores de la ley y no como árbitros de conflictos partidistas. La separación de poderes no es un lujo, es una necesidad.