Empezemos por una obviedad: el riesgo cero no existe. No existe en los castells, ni bajando una escalera, ni jugando a fútbol, ni leyendo un libro (o este editorial) ni tomando una ducha. Cualquier actividad humana comporta un riesgo. Los castells son, además, una actividad impactante, majestuosa y tremendamente plástica. Nadie queda indiferente. Estas últimas décadas (más aún tras la incorporación activa de la mujer a las colles) se han alcanzado alturas y complejidades nunca vistas. Es cierto que imponen respeto. Pero a mayor altura, mayor estudio por parte de las colles de los riesgos y las necesidades que implican. Si alguna cosa son los castellers es sensatos. No se cometen temeridades, no se toman las cosas a la ligera. Eso no significa que, a veces, alguien se lesione. Porque el riesgo cero no existe. Pero hay una sistemática política de seguridad. En el caso del pom de dalt esta exigencia es, si cabe, mayor. La obligatoriedad del casco, por ejemplo, es una decisión que cambió en su momento la posibilidad de alcanzar castells de mayor envergadura. Por estos motivos, la polémica de estos días entorno a la «peligorsidad de los castells» es intersada, artificial y absurda. Se quiere trasladar al terreno casteller un debate político que no responde a otra cosa que a la pura ignorancia y a la mala fe. No vamos a caer en esa trampa. En realidad, a los que ahora hablan de Catalunya para criticar los castells, los castells no les importan nada. A sus acusaciones insidiosas respondemos con un estudio serio: jugar al fútbol tiene más riesgo que subir a un castell. Por no hablar de esquiar, montar en moto o ir en patinete. Es una pesadez inaguantable que algunos usen accidentes como el vivido en Sant Fèlix para salir en tromba e insultar a mucha gente. Siempre lo mismo: insultos, falta de respeto, ignorancia. Esas son sus armas. Qué vulgar banalidad. Seguiremos tratando de rozar el cielo con los dedos de una aleta, mientras todo un pueblo, el nuestro, contiene la respiración y suenan las gralles.
de rozar el cielo con
los dedos de una aleta, mientras todo un pueblo, contiene la respiración
y suenan las gralles