Las cataratas de Monet

Unas buenas dosis de estas impresiones producidas por las sensaciones de Monet y su universo, ayudan a recargar las baterías que nos mueven en el día a día de las irreales realidades

11 junio 2022 12:35 | Actualizado a 11 junio 2022 12:37
Josep Moya-Angeler
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Suave como una pluma, sin las incomodidades del avión, el tren TGV atraviesa Francia desde Catalunya y nos deja en París en un viaje siempre iniciático, como en una ceremonia de descubrimientos hasta llegar a la explosión de sensaciones y reflexiones que nos ofrece la capital. Los más avisados, cuando se acercan a la vecina población de Giverny gozarán del encuentro con el pintor Claude Monet, en cuya casa y jardines exuberantes y ubérrimos, como en un paraíso, desarrolló lo mejor que el arte nos ha dado en el último siglo y medio.

Monet padeció de cataratas durante largos años, hasta estar a punto de no ver casi nada más que imprecisos paisajes y flores que le desbordaban en su entorno. Tal como los veía, los plasmó para dejarnos atónitos sobre la capacidad de transformar la realidad en una visión soñadora y apasionada. Nadie ha igualado esa irreal realidad recogida en un lienzo. Al fin de sus días, una incipiente cirugía de cataratas le devolvió la visión de la realidad. Sobre este episodio se ha reflexionado mucho y, cuando he vuelto a visitar estos días la casa y jardines del pintor, bajo un sauce centenario he pensado en la dicotomía que hay entre la realidad y nuestra visión de la cosas, de la vida.

Dijo hace poco Joan Manuel Serrat que somos lo que creemos ser y también somos como nos ven los demás. Podríamos añadir que todo son aproximaciones. Algunos, cuanto más hurgamos menos sabemos cómo somos y el porqué de muchas cosas, ya que nos damos cuenta de que la vida nos ha creado unas cataratas que nos deforman la visión del entorno, una deformación que tal vez capte mejor la esencia de la vida misma y la mejor manera –la nuestra- que tengamos para disfrutarla. Monet, quizás, cuando recuperó la visión real de las cosas comenzó a añorar el mundo que le ofrecían sus cataratas.

Es cierto que la vida tiene ramalazos de crudeza, de injusticia y de insostenibles circunstancias, hasta el punto de hacernos pensar –no sin cierta razón– que en su esencia tiene una buena dosis de absurda, excepto para los creyentes en el más allá, que tienen el consuelo de paraísos mejores que nuestra terrenalidad. Por eso, hacer nuestro particular nido en donde acomodarnos y defendernos del acoso de la vida, es decir aprender a vivir con nuestras particulares cataratas que nos libran de la imperfección que nos rodea, incluso de nuestras propias imperfecciones, es todo un bálsamo. Sin él, sería fácil caer en las desesperaciones de Cioran, tan inquietantes como los abismos que hay a nuestros pies cuando tratamos de llegar al final de las consecuencias de lo que creemos que es la vida.

El goce de los jardines de Monet, la envidia sana (hasta el presidente Clemenceau lo envidiaba y lo visitaba amicalmente con frecuencia) de la contemplación de sus millones de singulares flores y las leves reflexiones bajo sus árboles vetustos nos convierten en soñadores. No es malo ser soñador mientras se es consciente de ser así y se comprensa con pragmatismo. Pero unas buenas dosis de estas impresiones producidas por las sensaciones de Monet y su universo, ayudan a recargar las baterías que nos mueven en el día a día de las irreales realidades.

Si a los amantes, en Casablanca, siempre les quedaba un rincón a donde volver con el espíritu, a los que visitamos Giverny siempre nos quedará la tentación de evocar y volver a gozar de un paisaje que, como la vida misma, muchas veces hay que saber ver con la acertada visión de unas buenas cataratas. Que me perdone mi oculista por la metáfora de cuanto digo.

El tren TGV, suave como una pluma, me ha devuelto a tierras catalanas. Los baños de realidad, o de lo que creemos que es la realidad, también son buenos además de necesarios.

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