Por qué dogmatizamos en lugar de opinar

18 noviembre 2022 19:43 | Actualizado a 19 noviembre 2022 07:00
Josep Moya-Angeler
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Con lo fácil que es equivocarse cuando sentenciamos y lo bello que es dudar mientras buscamos la luz de las ideas, y no obstante no aprendemos del error habitual de juzgar. Sostengo que juzgar es muy atractivo, tanto como el perdonar, porque nos confirma un poder que seguramente no tenemos. Mejor aún, no tenemos ni tienen tampoco los propios jueces, porque la Justicia nos es siempre, absolutamente siempre, esquiva. Pero la tentación de condenar o sublimar al prójimo es, a veces, irresistible.

Tenemos los humanos, en nuestra insignificancia, la necesidad de no flagelarnos en exceso y para ello acudimos a lo que tenemos más a mano: la palabra, hija del pensamiento. Pero, claro está, el pensar es fatigoso y no siempre esclarecedor, incluso a veces lo pensado se diluye en la falta de memoria y por ello nos puede parecer que pensar es una ciencia inútil.

Y nuestra sociedad nos permite, en aras de una mal analizada libertad de expresión, dogmatizar sin coste alguno. A veces, sin embargo, el coste puede llegar a ser muy caro. La tentación de banalizar el pensamiento para reducirlo a una caprichosa idea que pueda ser lanzada en busca de su aprobación, es enorme.

El pensar es fatigoso y no siempre esclarecedor, incluso a veces lo pensado se diluye en la falta de memoria y por ello nos puede parecer que pensar es una ciencia inútil

Resulta difícil no sucumbir, a menos de ser conscientes de nuestras limitaciones. Y resulta fácil pasar de la primariedad de ciertas ideas a la intolerancia de quien no piense igual. No importa si el otro tiene o no razón, sino que importa sostener, incluso haciendo el ridículo, cuanto se piensa o, lo que es peor, cuanto se dice.

Cuando la mayor parte de nuestra sociedad se entrega al vicio de la búsqueda de lo inmediato, incluidas nuestras reflexiones, se produce entonces el fenómeno actual de dogmatizar generalizando. Dogmatizar es tratar de sentar cátedra con ideas primarias, impensadas, mayormente inmaduras y sobre todo sin ninguna base sólida de reflexión. Es un mal que se extiende y que la televisión, con esa inmediatez con la que pretende ser actual, moderna, atrapadora y definitoria, consagra a diario docenas de ideas fatuas para empaparnos y ofrecernos un modelo equivocado. En efecto, sentenciar es gratis pero reafirma la débil personalidad de muchos que andan necesitados de una imagen que la rotundidad de ciertas ideas otorga.

La duda. Para muchos es signo de debilidad, frente a sus convencimientos sin demasiado fundamento. Para otros, más atinados, es señal de sabiduría, precaución y respeto

Contra la dogmatización está la opinión, el «me parece», el «considerando», el «tengo la impresión» (nunca «tengo la sensación», que pertenece al terreno de los sentidos y no de las ideas) y otras fórmulas de relatividad que ayudan a ofrecer puntos de reflexión antes de una sentencia. Opinar es fruto de cavilar previamente y se basa en ofrecer una idea, más o menos madurada, abierta a la duda, para que nuestros interlocutores o lectores tengan un punto de partida sobre el que seguir un debate personal en busca de una luz sobre el tema tratado.

La duda. Para muchos es signo de debilidad, frente a sus convencimientos de forma habitual sin demasiado fundamento. Para otros, más atinados, es señal de sabiduría, precaución y respeto. Sin duda no hay opinión, sólo rotundidad. Por eso, quienes escribimos en estas páginas tenemos muy claro que tan sólo exponemos reflexiones, y muchas veces quisiéramos añadir eso de «pero no nos hagan mucho caso», porque no nos gusta conducir a error a nadie, ya que hay que dejar que la gente se equivoque sola.

Y sin embargo, la tentación de sentenciar está en todos nosotros siempre ahí, dispuesta a engañarnos si tratamos de defender algún dogma. Y es que somos imperfectos, inevitablemente imperfectos.

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