Desgraciadamente la guerra de Ucrania, la segunda en Europa desde la caída del muro de Berlín (la primera fue en los Balcanes), ha tapado prácticamente por completo el seguimiento del regreso de los talibanes al poder en Afganistán, que cumple ya un año.
Con la excepción reciente de la operación de la CIA para matar a Aiman al-Zawahiri, líder de Al-Qaeda, doce meses después de aquellas imágenes de miles de civiles afganos acampados en el aeropuerto internacional de Kabul para huir de su patria que tanto nos conmocionaron, apenas hemos prestado atención a sus habitantes.
Tal vez porque ni EEUU ni la comunidad internacional, que completaron una desastrosa retirada militar tras veinte años de guerra, han estado interesados en airear lo que se venía venir: que el retroceso de derechos iba a volver con el regreso al poder del régimen yihadista.
Nos querían hacer creer que en esta ocasión los talibanes optarían por intentar vender una imagen de moderación para ganar credibilidad y reconocimiento internacional pero la realidad es que el régimen ha impuesto otra vez el fundamentalismo islámico y la discriminación de las mujeres.
Qué pronto se desvanecen las olas de solidaridad y qué pronto nos olvidamos de los dramas ajenos. Incluso es así con nuestros vecinos ucranianos. Qué triste.
