El odio solo se combate rechazando el contagio

01 marzo 2023 19:33 | Actualizado a 02 marzo 2023 07:00
Cándido Marquesán
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Hay un libro muy recomendable de la periodista alemana Carolin Emcke Contra el Odio. No quiero que el nuevo placer de odiar libremente se normalice. Hace una impresionante descripción del odio y cómo combatirlo. Carolin se pregunta cómo son capaces de sentir ese odio. Cómo están tan seguros.

Para odiar hay que tener seguridad. De lo contrario, no hablarían así, no harían tanto daño. Ni podrían humillar, ni despreciar a otros de ese modo. Están seguros. Ni la más mínima duda. Odiar requiere una certeza absoluta.

El odio es siempre difuso. Con exactitud no se odia bien. La precisión aporta la sutileza, la mirada o la escucha atentas; la precisión reconoce a cada persona como un ser humano.

Sin embargo, convertidos los individuos en algo irreconocible, quedan unos colectivos desdibujados como receptores del odio, y entonces se difama, se desprecia: a judíos, mujeres, infieles, negros, lesbianas, refugiados, musulmanes...

El odio se fabrica su propio objeto. Y lo hace a medida. El odio se mueve hacia arriba o hacia abajo, es vertical y se dirige contra «los de allí arriba» o «los de allí abajo»; es el «otro» el que oprime o amenaza lo «propio»; el «otro» se concibe peligroso o inferior. Así, el posterior abuso o erradicación del otro no solo es excusable, sino necesario. Al otro cualquiera puede denunciar o despreciar. Quienes sufren este odio no pueden ni quieren acostumbrarse a él.

El rechazo latente hacia los extraños existió siempre. Pero algo ha cambiado. Ahora se odia abierta y descaradamente. Unas veces con una sonrisa, otras muchas sin reparo. Los anónimos van firmados. El odio en Internet ya no se oculta tras un pseudónimo.

El odio no es individual ni fortuito. No es un sentimiento difuso manifestado de repente, por descuido o por una supuesta necesidad. Es colectivo e ideológico. No se manifiesta de pronto, se cultiva. Con todo, el ascenso en Europa de partidos neofascistas no es lo más preocupante. Cabe esperar que se descompongan con el paso del tiempo. Es mucho más peligroso el clima de fanatismo.

El odio no es un sentimiento difuso manifestado de repente, por descuido o por una necesidad. Es colectivo e ideológico. Se cultiva

Esa dinámica que genera un rechazo cada vez mayor hacia aquellos que poseen otras creencias o ninguna, otro aspecto o aman de una forma diferente. El desprecio creciente por todo lo distinto y que, poco a poco, va perjudicando a todos. Pues son demasiadas las veces en las que nosotros, como objeto o testigos de ese odio, callamos aterrorizados; porque el horror nos deja sin palabras. Ese es, por desgracia, uno de los efectos del odio: trastorna a los que se ven expuestos a él, los desorienta y les hace perder la confianza.

El odio solo se combate rechazando el contagio. Hacerle frente con más odio es lo que quienes odian quieren. Solo se puede combatir con lo que a ellos se les escapa: la observación atenta, la matización constante y el cuestionamiento de uno mismo.

Es ir descomponiendo el odio en sus partes, distinguirlo como sentimiento agudo de sus condicionantes ideológicos y observar cómo surge y opera en un determinado contexto histórico, regional y cultural. Cabría objetar que los verdaderos fanáticos no se darán por aludidos.

Es posible; pero bastaría con que las fuentes de las que se nutre el odio, las estructuras que lo permiten y los mecanismos a los que obedece fuesen más reconocibles. Con que quienes apoyan y aplauden los actos de odio dudasen de sí mismos.

Con que quienes lo incuban se viesen desprovistos de la ingenuidad imprudente y del cinismo. Con que quienes muestran un compromiso pacífico y discreto ya no tuvieran que justificarse, y sí debieran hacerlo quienes desprecian. Con que quienes ayudan a personas necesitadas no tuvieran que explicar sus motivos, y sí debieran hacerlo quienes rechazan. Con que quienes desean una convivencia fraternal no tuvieran que defenderse, pero sí quienes la socavan.

Observar el odio y la violencia, así como las estructuras que los posibilitan, significa visibilizar el contexto en el que se producen tanto la justificación previa como la posterior aquiescencia, sin las cuales no podrían germinar. Observar las fuentes que alimentan el odio sirve para rebatir el mito de que el odio es algo natural, algo que nos viene dado. Se fabrica. Tampoco la violencia es espontánea. Se incuba.

Si, por el contrario, no nos limitamos a condenar el odio y la violencia, sino que observamos sus mecanismos, estaremos demostrando que se podría haber hecho algo distinto. Describir el proceso exacto que activa el odio y la violencia entraña siempre la posibilidad de mostrar cómo ambos pueden ser interrumpidos y debilitados.

El gesto más importante contra el odio tal vez sea no caer en el individualismo y reabrir juntos los espacios sociales y públicos

Observar el odio antes de estallar, acompañado de una ira ciega, abre otras posibilidades de actuación: algunas manifestaciones de odio competen a la Fiscalía del Estado y a la policía; pero otras son responsabilidad de toda la sociedad. Apoyar a los que están amenazados por aspecto, forma de pensar, creencias o forma de amar, no exige un gran esfuerzo. El gesto más importante contra el odio tal vez sea no caer en el individualismo y dirigirse hacia los demás para reabrir juntos los espacios sociales y públicos.

Carolin no permanece impasible ante ese odio, que se expande y acreciente de una manera irreversible, ya que propone cómo combatirlo. Y recurre al concepto de parrhesía de Michel Foucault, que parte del concepto griego de parrhesía para desarrollar la idea de decir veraz.

En una de sus primeras acepciones solo significaba libertad de expresión. Mas, para Foucault, la parrhesía consiste en hablar francamente, lo que supone criticar opiniones o decisiones del poder. No solo le interesa el contenido de lo dicho, es decir, el hecho de decir la verdad, sino que lo que caracteriza a la parrhesía es el cómo se dicen las cosas. No basta con decir la verdad, sino que exige creer en ella.

Como afirmación, no solo es verdadera, sino que además, siempre es veraz. Esto la diferencia de otras afirmaciones no veraces, como las de determinados partidos o ciudadanos, no somos racistas pero... Estas afirmaciones no tienen nada que ver con la parrhesía. Esta precisa además una determinada relación con el poder. Para Foucault, quien dice la verdad es el que toma la palabra, se enfrenta al poder, lo que supone un riesgo.

Entre nosotros no existen los tiranos clásicos, pero la parrhesía hoy es necesaria. Exige valor para tomar la palabra, no solo en nombre propio, sino en el de los otros a los que se les niegan los derechos. Va dirigida contra determinadas disposiciones: contra los esquemas de odio que denigran a los emigrantes, musulmanes o negros, como si no fueran personas; contra las costumbres que marginan a las mujeres o las leyes que niegan derechos a gays, lesbianas, transexuales y bisexuales; contra determinadas miradas que vuelven invisibles a parados, pobres, precarios o excluidos.

En determinadas situaciones históricas ese decir veraz no solo va dirigido contra el Estado y su discurso excluyente, contra partidos racistas y xenófobos, sino también contra el entorno social, la familia, el círculo de amigos, la comunidad religiosa, el contexto político donde nos movemos, ya que en todos ellos aparecen actitudes plenas de odio hacia el otro.

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