«Angelina», me dijo desde detrás de la cortina. «Angelina, como la Jolie». Yo no tenía ganas de hablar. Sentía dolor, miedo y un cansancio acumulado de los que te piden dormir dos días seguidos, pero no puedes, precisamente porque el dolor es tal que ni puede decirse. Estás también en estado de alarma. Qué pasará ahora, tengo que permanecer en alerta, quedarme despierta. Ella, por el contrario, quería hablar mucho, como las personas que viven solas, las personas que buscan a quien las escuche como buscamos agua en las fuentes de la calle. En cuanto oyó las ruedas de la cama con la nueva huésped a bordo, dijo «soy Angelina, como la Jolie. Soy tu vecina». Y comenzó a hablar. Yo estaba sin ánimos. Tampoco quería ser maleducada y me daba cuenta de que ella lo necesitaba, pero yo no podía, así que hice como que estaba durmiendo. Al cabo de un rato, se percató del silencio. «Duerme —dijo—, haces bien, te sienta bien descansar, niña. Dormir te cura». Niña, dijo. La cortina blanca impedía que nos viéramos, pero por la voz no me había parecido anciana. Después de algunas horas, me puse a indagar. «Encantada, Angelina, yo me llamo Concita. ¿Cuántos años tienes?» Dijo su edad: la mía. Claro. Era un «niña» dicho con cariño, un «niña» que durante la conversación pronto cambió a «reina». La misma palabra cariñosa que me decían las tenderas cuando acompañaba a mi abuela al mercado. Yo, desconocida, del otro lado de la cortina, extranjera, reina.
En los diez días en que estuvimos juntas, Angelina se convirtió en mi torre de control. Como paciente asidua de aquella unidad, conocía a todas las auxiliares, los enfermeros, los médicos. «A las doctoras las distingues fácilmente de las enfermeras porque las enfermeras llevan zapatillas de deporte; las doctoras, sandalias», dijo una mañana. Las llamaba a todas por su nombre. «Esta niña necesita otro tipo de analgésico». No se lo han recetado, Angelina. «Sí, pero con ese no me consigue dormir. Venga, queda entre nosotras. Pero dadle cuatro miligramos de XXX». No sé si me lo dieron, no lo creo, pero ella no desistió. «Vecina, te he guardado la sal. La sopa de arroz y el puré de zanahorias están desabridos, que aquí no echan sal, pero te he guardado un poco, que tú eres italiana, no puede ser que comas sin sal. ¿Sabes que estuve en Florencia cuando era joven? Hace cuarenta años. Preciosa, Florencia». La sal, Florencia. Nunca le pregunté qué diagnóstico le habían dado. Veía su delgadez, la dentadura estropeada, el fular, la camiseta de manga larga de las personas que siempre tienen frío, aquel frío. Sin embargo, un día, distraídamente, le pregunté. Y tú, ¿cuándo sales? Se quedó en silencio, durante poco tiempo, pero ya era mucho para ella. Dijo «mañana». Todos los días decía mañana. «Creo que hay una plantación de zanahorias en los sótanos del hospital», dijo en mitad del silencio una noche a las tres de la madrugada. «Si no, no se explica. La tortilla de zanahorias no se explica». Me reí, pero no podía reírme, me dolían los puntos. «Mañana salimos a pasear», dijo luego. «Hasta el final del pasillo, yo te acompaño», dijo. Y con dos bastones, me acompañó.
«Te dejo la pasta de dientes, Angelina. Vi que se terminó la tuya», le dije cuando salí. «Gracias, así no tengo que salir a comprarla, reina». Y me guiñó un ojo.