El alcoverense que llevó ‘El Quijote’ a Canadá

Antonio Martí Alanís fue uno de los grandes conocedores de la obra de  Cervantes. Ganó el Premio Nacional de Literatura Menéndez Pelayo en 1972

30 mayo 2017 16:43 | Actualizado a 25 noviembre 2017 13:56
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Antonio Martí Alanís (Alcover, 1931 – London, Ontario, 2007) fue un hombre de los que llevaron el recuerdo de la Guerra Civil en sus retinas. Oyó los bombardeos del Ebro desde la masía en la que su padre, ingeniero convertido en atípico campesino, abrió el túnel que hoy sepultan las vías del AVE cruzando su localidad natal. A la sombra de su hermano Joan, jefe de Estado en Andorra, viajó por medio mundo, también como jesuita, y se afincó en la ciudad canadiense de London tras ganar el Premio Nacional de Literatura Menéndez Pelayo, en 1972, galardón que guardó en su biblioteca personal junto con cuadros de Joan Miró y botellas de su propio vino de uvas procedentes de Reus. El humanista se convirtió, en el segundo país más grande del globo, en un conocedor nato de la novela más leída y repasada de nuestras letras, El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha. 

Pero hablar de los estudios hispánicos en Canadá es hacerlo de una peregrinación de españoles que cruzaron el Atlántico por la Guerra Civil y el clima posterior. En este sentido, la experiencia infantil del hispanista apareció, pasados unos años, en el estado de Carolina del Sur, en cuya universidad pasaría un par de años, después de jubilarse de la Universidad de Western Ontario, en 1999. El caso es que en el transcurso de un encuentro académico, cuenta Barry Munn, íntimo del crítico, vino a tratarse si debía retirarse la bandera confederada de los edificios públicos, un símbolo relacionado con la esclavitud y que sigue trayendo cola aún hasta nuestros días, lo que motivó al tarraconense para levantarse de la silla y entonar un discurso sobre el respeto mutuo entre los pueblos. «El mensaje era que siempre se debía elegir la colaboración y la conciliación frente a la confrontación. Era su marca: en caso de duda, ser generoso», arguye Munn, propietario de las fotografías que acompañan estas letras.  

Esta es solo una anécdota de sus casi cuarenta años en el otro continente. De hecho, nos topamos frente a un hombre a quien le halaga que lo conozcan por Tony en una institución de unos 10.000 estudiantes –una tercera parte de los que existen hoy– donde enseña literatura y español avanzado en aulas de no más de 25 asistentes, con una carga de sesiones que no supera las ocho horas semanales. Y es que, por las palabras de Munn, se deduce que la universidad canadiense es un lugar ideal para trabajar en esos tiempos: algo que ayuda a Martí a dedicarse largamente a la investigación literaria «o, simplemente, a disfrutar de mariscos frescos en la Costa Brava». Para hablar de ello, no en vano, debemos dirigir la mirada a Andorra. 

Fue un hombre de los que llevaron el recuerdo de la Guerra Civil en sus retinas

De hecho, en el principado, se respira un respeto unánime ante los apellidos Martí Alanís cuando nos acercamos a cualquier intento de dar con el recuerdo que se tiene del arzobispo y copríncipe más apreciado de la última década. Es el que se desprende de las palabras que esboza un Francesc Badia de 94 años de edad, quien nos recibe un sábado frío de invierno en su estudio de Sant Julià de Lòria, rodeado de libros y apuntes, con vistas a la sierra nevada. Parece ser que Antonio Martí fue, allí, un tipo cercano que, en ningún caso, aparentaba ser el hermano de todo un jefe de estado. Badia coincidió con él por su responsabilidad como veguer episcopal, y en todas promete el montblanquense que el profesor nunca le habló de sus publicaciones literarias: «más bien parecía un campesino, culto y alegre, un hombre apasionado por la montaña y la naturaleza». Así, el retiro, a veces sabático, era completo, sin más pretensiones que las de conciliar vida y familia en medio de una tranquilidad forzosamente apacible: eso fue, y conviene remarcarlo, en Ultima Thule. Es este el nombre que le dio a la casa de madera (de origen báltico) que él mismo se construyó ahí. 

Como en casa

Esta vivienda, que visitamos in situ, se sujeta sobre el comienzo de una ladera y abre sus ventanas al rico paisaje de encinas, robles y pinos silvestres que crece entre tejados construidos con pizarra y chimeneas de metal. Unos metros más allá, un frágil riachuelo se permite un remanso antes de retomar su bajada por el cerro. El lugar no tiene nada que envidiar a Ontario en materia agreste; Antonio se sentiría aquí como en casa. Desde este lugar se cocinaron las páginas que aparecieron en la revista Anales Cervantinos a partir de 1985, todas ellas estructuradas bajo la lupa filosófica de Martí Alanís, observando las influencias que recibió el autor de El Quijote para escribir su obra maestra. Hoy, en la Western Ontario, todavía se recuerda al hombre que explicó, como nadie, a miles de kilómetros, la historia del Caballero de la Triste Figura. Antonio demostró que también es posible imaginarse los campos de Consuegra sin haber conocido más que tundra y bosque boreal. 

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