'La La Land' no es un musical

El articulo de Fernando Parra, profesor de Literatura

19 mayo 2017 16:34 | Actualizado a 19 mayo 2017 16:34
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Quienes antes de acudir al cine o después de abandonar la sala, piensen en La la land como un musical estarían incurriendo en una simplificación que reduciría en gran parte las motivaciones principales de la película. Sé que resultará una afirmación muy osada pero podría decirse sin resultar descabellado que La la land no es, en realidad, un musical, y que el pretendido género no es más que un pretexto formal para abordar asuntos de mayor calado.

La cinta reflexiona sobre los imperativos de la modernidad, que chocan frontalmente con la defensa de un clasicismo al que se considera trasnochado. Sebastian es un pianista que lucha por preservar el estilo de los grandes músicos del jazz y sueña con crear su propio club, concebido como el templo donde salvaguardar el purismo de los primeros tiempos. Y Mia mendiga castings mediocres, mientras fantasea con emular a las grandes actrices del Hollywood dorado. Estos anhelos románticos colisionan con una contemporaneidad vertiginosa que fagocita en su torbellino cualquier atisbo de referencia nostálgica. ¿Y no es acaso, también, un valiente anacronismo filmar un musical en nuestro siglo XXI ? El género del filme se convierte entonces en un trasunto metacinematográfico que participa de las tribulaciones de los protagonistas y que, también él, trata de subsistir adaptándose trabajosamente a los nuevos tiempos, sin conseguirlo; sólo eso explicaría el deficiente ensamblaje entre las escenas musicales y la trama argumental. Esa lucha interna del género por autoafirmarse es la misma que la de los personajes. Todo en la película está cubierto de una pátina de tiempo periclitado: el coche de Sebastian, los cines de calle, la referencia metafórica a Rebelde sin causa, la música, el vestuario, y hasta algunos recursos técnicos como el estilo de las letras sobreimpresionadas o el fundido a negro con transiciones circulares. Excelente, por lo sutil, es la escena donde aparece cerrado el cine Rialto: Mia circula con su coche por delante de la fachada, y el cine clausurado pasa como una estampa impresionista, casi desapercibida, que acentúa el languidecimiento anónimo de un pasado agonizante. Hasta la proyección de la película de James Dean que los protagonistas ven juntos en el Rialto sufre un problema técnico que acaba con ambos, como simbólica compensación, en el Observatorio Griffith, escenario de la mítica película y, por ende, el lugar donde se produce la escena más icónica de la nuestra.

Y, sin embargo, esa resistencia heroica sucumbe, sobre todo en el caso de Sebastian, a los embates de la innovación cuando éste acepta formar parte de los Messengers, un exitoso grupo de jazz que introduce arreglos electrónicos para adaptarse a la nueva demanda. Esta claudicación sólo puede ser evitada por el amor de Mia. Es el amor el redentor y la solución a ese sufrimiento, aunque también su expiación.

Respecto a los actores, Emma Stone y Ryan Gosling están magnéticos y consiguen superar con una frescura y espontaneidad naturales los encorsetamientos impostados y teatrales a que obligan los musicales. La banda sonora es preciosa, especialmente, los dos temas centrales.

En definitiva, sin ser la obra maestra con que gran parte de la crítica la ha catalogado, La la land, vertebrada en su interesante juego de espejos y metaficción, es una encantadora fábula sobre la búsqueda de los sueños y la supervivencia del clasicismo en nuestra modernidad.

 

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