Odiar la playa

Había en cierta aversión a la playa un postureo postmoderno, ganas de ir de alternativo. Pero aguantar la insolación, la arena, los sudores, los balonazos y 'Despacito' da siempre pereza

13 agosto 2017 16:00 | Actualizado a 13 agosto 2017 16:23
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El calorín, encontrar aparcamiento, la medusa, la insolación, la toalla al viento, la arena entre los dedos de los pies, el balonazo del niño, la crema solar pegajosa, 'Despacito', el sudor, los gritos del niño, la pelota de ping pong, el ‘runner’ que salpica, la sombrilla que se vuela y más chiflidos de niño.

Podría ser una escena de Los Morancos y Omaíta, rancio costumbrismo patrio (faltaría la avioneta de Rumasa pidiendo justicia), pero es un buen puñado de razones para que la playa, ese reclamo turístico imbatible, dé repelús.

Yo no la odio, que conste, pero me da pereza, y tengo amigos que directamente sí están en contra. O que aborrecían la playa diurna y veraniega; otra cosa es ir a ver las estrellas por la noche o pasear en noviembre y hacerse fotos en plan nostálgico, como si fueras un baladista atormentado en la portada de su disco. Había en esa aversión no un ramalazo turismofóbico sino un postureo postmoderno, un desmarcarse de la masa con pose indie y lacónica, como diciendo: ‘A mí lo que realmente me gusta en verano es irme a polígonos industriales y tumbarme en el asfalto a leer a Kierkegaard y a escuchar a Sigur Rós’. 

Ahora no sé por dónde van los tiros de las tendencias, y si lo recomendable para estar en la onda es que te guste o no la playa. Quizás le ha pasado como a Raphael y se ha dado la vuelta: ahora lo políticamente correcto desde el universo moderno es que te guste. En fin. No hay que ser tan drástico. Lo que me sucede a mí, en el fondo, es lo mismo que le pasa y le pasará al culé con Messi: que no sé valorar lo que he tenido siempre a mano, disponible. Venían mis primos de fuera, ávidos de solazo, playa y tostarse, y a mí me daba un poco igual, porque el ritual era pesado: coger el bus, cargar con las mochilas y las neveras, caminar, quemarse los pies, tumbarse, mancharse de arena y luego, si acaso, andar un poco más y meterse por fin en el agua. 

Eso no siempre era tan fácil, porque a veces el trauma te lo interrumpía. Hablo de las dos horas de la digestión, realidad y mito, y todo un suplicio para un niño impaciente y con prisas para entrar en remojo. 

También eso ha contribuido a que yo le tenga un poco de tirria a la cosa playera. Con los años escuché versiones que desmontaban en parte aquella necesidad de esperar, y me hizo gracia pensar que todo fue un complot de los padres para curtirnos con sufrimiento en el arte de la paciencia, aun a costa de perder media infancia aguardando en la orilla. Al final lograbas meterte, y regresabas a casa hecho trizas, con agujetas, la espalda quemada y muchísima hambre, como si vinieras de la guerra. 

Ya de adolescente, la buena playa (venga esa batallita de farra) es Cala Romana por la noche de tranquis (mirar la vida desde el chiringuito también es una impostura con la que epatar) y La Pineda a las ocho de la mañana con los amigos después de haber cerrado Pacha, dejando la camisa y el pantalón sobre la arena, poniéndole el broche a la madrugada.

Pero, en definitiva, si usted odia la playa, sepa que no está solo ni es ningún bicho raro. Haga un Google y verá debates sobre la cuestión, que se cuela incluso en el ágora de Forocoches. Cualquier día se posiciona Rajoy al respecto. 

Ahora sospecho que lo mejor de ir a la playa es haber ido, igual que lo mejor de ser ministro es haberlo sido. Y también creo que hay algo de farsa, como en esos jóvenes que deciden dónde van de vacaciones en función del efecto que provocará el destino entre sus amistades. Definitivamente, los filtros de Instagram han eliminado todas esas cosas aborrecibles de la playa, de una manera casi objetiva. 

Ahora huyo de esta sociedad playocéntrica yendo más a la piscina, que la tengo a dos minutos y un ascensorazo de distancia, por puro pragmatismo: no hay arena, no es un avispero y tampoco suena 'Despacito'. Reconozco en ello un hábito pequeñoburgués, como si la piscina fuera en verdad el nuevo gintonic, aunque incluso en eso me lastra últimamente un ataque de desidia. El sofá, el aire acondicionado a tope y un Roma-Sevilla amistoso de pretemporada que pilles por la tele en una tarde tonta son tentaciones fuertes para quedarse en casa, y huir de los cuerpos tostados y el calor sofocante

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