Fidel Castro, un gran orador en la retaguardia

Sin ser monárquico, mantenía un gran respeto por el rey Juan Carlos I

19 mayo 2017 20:58 | Actualizado a 22 mayo 2017 11:14
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Apesar de gobernar una pequeña isla del Caribe, Fidel Castro es uno de estos personajes que no dejan indiferente a nadie. Algunos lo consideran el gran liberador de Cuba del dictador Batista, para otros ha sumido al país en una nación aislada, que ha sufrido restricciones de todo tipo, desde la comida hasta recambios para vehículos. Pero lo que nadie puede negar es que es un gran orador. Seguro que para los informativos de televisión es muy difícil resumir en 30 segundos o un minuto un discurso de este político, que desde el 31 de julio de 2006 delegó las funciones de la Jefatura de Estado en su hermano Raúl, primero provisionalmente y dos años después de manera definitiva.

En la mayoría de las ocasiones la realidad no concuerda con la imagen que nos hacemos de determinados personajes públicos. Piensas: «Pues no parecía tan gordo», o «era más simpático por la tele». Muchas veces había visto a Fidel Castro en pantalla, provisto de aquella protuberante barba y casi siempre vestido con el uniforme militar. Por ello, poderlo ver en persona y en su ambiente fue todo un gozo para un periodista al inicio de su carrera. De ello ya han pasado 17 años.

A finales del siglo pasado, Fidel Castro todavía estaba en la palestra. En 1996, las relaciones entre Cuba y España –en aquellos momentos gobernada por José María Aznar– estaban muy tensas. El mandatario americano retiró el plácet al embajador nombrado por el Gobierno español y los lazos se deterioraron.

Durante 1998, los dos gobiernos se esforzaron en normalizar las relaciones. Fueron numerosos los contactos entre el canciller cubano y el ministro de Asuntos Exteriores de España, Abel Matutes. En medio de este acercamiento de posiciones, la Asociación de Informadores de Prensa, Radio y Televisión (Apei) decidió celebrar, la primera semana de octubre, su congreso en la Habana. Y ello un mes antes de que se firmaran acuerdos bilaterales entre Cuba y España.

A pesar de no ser miembro de la asociación, me invitaron a participar en el congreso, que tuvo como escenario La Habana. Tuvimos la oportunidad de visitar el norte de la isla y de relajarnos en las maravillosas playas de arena blanca de Varadero.

La asociación había aprobado conceder el Micrófono de Oro a Fidel Castro. Era la primera vez que dicha entidad otorgaba el galardón a una persona que no es periodista de profesión ni de nacionalidad española. Pero la respuesta desde Presidencia de Gobierno era que el mandatario castrista estaba muy ocupado y no podía recibir el premio personalmente. Por ello, se hizo entrega a una persona cercana a él en un acto privado.

El 8 de octubre, el grupo de setenta congresistas estábamos disfrutando de las últimas horas de estancia en la isla. Era casi la hora de comer cuando llegó una comunicación desde el Palacio Presidencial: informado del galardón que le habían otorgado, Fidel Castro quería recibirlo en persona. Al parecer, había sido su secretaria la que, sin consultar a su jefe, decidió en su día que Castro no podía recibir personalmente el premio.

Los servicios de protocolo y de seguridad estuvieron buscando por la isla aquel grupo de españoles hasta dar con nosotros. De manera precipitada y sin comer tuvimos que rescatar el traje de las maletas para subir precipitadamente a un autobús rumbo al Palacio de la Revolución, el principal edificio del Complejo Plaza de la Revolución. Allí se encuentran las sedes del Consejo de Estado, del Consejo de Ministros y del Comité Central del PCC.

Una de las premisas era nada de fotos con el dirigente cubano. Tras pasar los controles de seguridad, nos dirigimos a un gran hemiciclo con sus butacas. Allí estaba Fidel, vestido de verde y acompañado por un militar –que se encargaba de asistirle–.

Fidel Castro era consciente de que delante tenía a un grupo de periodistas de un país con el que quería retomar las buenas relaciones. Y se esmeró en dejar salir lo mejor de él, su oratoria, sus bromas y esa media sonrisa que se dejaba entrever entre su barba.

El dirigente político se mostró muy abierto. Por supuesto, habló y habló, principalmente de las relaciones entre España y Cuba. Adelantó que próximamente el Rey Juan Carlos visitaría la isla. Lo haría unas semanas más tarde para inaugurar el hotel donde precisamente nos habíamos alojado. «No soy monárquico, pero soy realista. Es un hombre muy simpático, le gusta bromear y tiene una historia de servicios al país muy importante en momentos difíciles», dijo a los periodistas que estábamos sentados frente a él. Incluso bromeó sobre el monarca: «Si quiere celebrar aquí el Fin de Año, las Navidades, lo que quiera. Pero turrón no tenemos. Eso tendría que traerlo él», comentó con sorna Castro.

Mientras, los periodistas estábamos preocupados porque a las seis de la tarde nos salía el vuelo de Cubana de Aviación de vuelta a Barcelona. Y pasaban de las cinco de la tarde y Fidel seguía hablando. «No se preocupen, todo está solucionado», dijo para tranquilizar a los presentes. Había dado instrucciones a uno de sus colaboradores para que llamara al aeropuerto y que no dejasen despegar al avión.

Después de más de dos horas y media de hablar, cesó. Invitó a los hambrientos asistentes a una comida de pie, donde no faltaron platos calientes. Nos dijo que no nos preocupáramos, que podíamos comer tranquilamente –durante media hora–. Finalmente, y fuera de protocolo, aceptó fotografiarse con sus invitados en las escaleras del Palacio de la Revolución. Todos fuimos rápidamente al autobús a recoger las cámaras y captar un momento histórico.

Al llegar al Aeropuerto José Martí, directamente al avión. Como era de esperar, caras no amigables de las decenas de personas que aguardaban impacientes en sus asientos y que no entendían el retraso en la salida del vuelo. Contrastaban con las nuestras, que llenas de satisfacción rememoraban el momento reciente de haber estado con un dirigente histórico.

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