De La Canadenca al Congreso: cien años para trabajar menos
En 1919, la huelga de La Canadenca paralizó Barcelona 44 días. La CNT, en plena cresta del anarcosindicalismo, organizó una movilización histórica que consiguió que la reducción de la jornada laboral a ocho horas.
Entre los líderes de aquella gesta destaca la figura de Salvador Seguí. Conocido como el Noi del Sucre, supo ganarse la confianza de la clase trabajadora y consolidar el acuerdo que lo cambió todo. Su liderazgo no se cimentó en la agitación vacía, sino en la construcción de una fuerza colectiva capaz de doblar el brazo al poder.
Seguí sabía que lograr aquel acuerdo no solo era una victoria para miles de trabajadores y trabajadoras, sino una forma de fortalecer la credibilidad del movimiento. Evidenció que el anarcosindicalismo no luchaba por utopías sino por realidades. Lo dejó claro en su discurso en la plaza de toros de las Arenas donde, ante miles de personas, defendió que saber cuándo parar era tan importante como seguir. El compromiso verdadero, decía, no es solo resistir, sino transformar.
En la época actual, donde el relato tiende a sustituir a la acción y las disputas giran más en torno a los egos que a los principios, recordar su ejemplo resulta más necesario que nunca. Seguí no solo fue un líder sindical eficaz. Fue el rostro de un anarquismo serio y comprometido que no confundía rebeldía con espectáculo. Tal vez influyera el hecho de que les iba la vida en cada envite.
105 años después de aquellas luchas, la cuestión del tiempo de trabajo vuelve a la palestra. La propuesta para reducir la jornada laboral, impulsada por la parte minoritaria del gobierno de coalición y apoyada por los sindicatos, plantea fijarla en 37,5 horas semanales.
Hace un siglo, los anarcosindicalistas movieron las manijas del reloj. Hoy el gesto se repite. Con otros canales la disputa sigue siendo la misma. El mundo continúa dividido entre quienes compran el tiempo de otros y quienes venden el suyo. Y por eso, cada intento de redistribuir ese tiempo genera resistencias. Porque no se trata solo de horarios, sino de cómo se reparten los recursos y de cómo las estructuras dominantes se aferran a no perder poder.
Que hayan tenido que pasar más de cien años para recortar solo dos horas y media semanales dice más sobre las resistencias que sobre la ambición de la medida. No se trata de algo revolucionario, ni representa una amenaza real al sistema. Es, más bien, una actualización mínima y tardía de un pacto laboral que lleva más de un siglo prácticamente inalterado. Lo verdaderamente sorprendente no es que se proponga ahora reducir la jornada, sino que no se haya hecho mucho antes.
Y, aun así, algunos partidos reaccionan como si se estuviera atacando el núcleo mismo del orden productivo. Es el caso de la vieja Convergència que, aunque haya cambiado de siglas, no lo ha hecho de prioridades. Más empeñados en blindar privilegios fiscales y proteger a las elites que en ampliar derechos sociales, no dudan en esmerarse por frenar cualquier avance que cuestione el statu quo. Conviene recordarles que, en su día, la jornada de ocho horas también fue tachada de utopía peligrosa. Sin embargo, hoy nadie en su sano juicio propondría volver a la de doce.
A estos defensores acérrimos del orden productivo convendría hacerles ver que reducir la jornada no significa producir menos. A menudo, de hecho, ocurre lo contrario. Menos horas pueden traducirse en más concentración, menos bajas, menor rotación, mayor salud mental y más motivación. Al fin y al cabo, la productividad del siglo XXI no debería medirse por cuánto se exprime, sino por cuánto se genera. Se trata, en definitiva, de dejar atrás la cultura del presentismo, aún enquistada en demasiados espacios, donde no se premia ni la eficiencia ni la creatividad, sino la simple permanencia.
Pero para que la transformación cale, no basta con desactivar las inercias de las bancadas más reaccionarias. También es imprescindible que las fuerzas progresistas recuperen el pulso de lo esencial y antepongan las condiciones materiales de la mayoría a la lógica del espectáculo y el trending moment. Porque buena parte del debate político se diluye hoy en disputas internas por la autoría de los avances, como si el compromiso se midiera en cuotas de protagonismo y no en resultados compartidos. No se trata de quién firma el cambio, sino de que el cambio llegue.
Hoy, cuando el Congreso parece más atento a la performance que a las necesidades de la gente, no está de más tener presente que las grandes conquistas sociales no surgieron de la rivalidad interna ni del afán de protagonismo, sino de la unidad en torno a lo importante. Eso lo supo bien el movimiento obrero de hace un siglo, que, pese a sus diferencias, entendió que no podían permitirse dispararse entre sí mientras luchaban por lo mismo. Dividirse en la trinchera solo fortalecía al adversario. También hoy convendría no olvidarlo.
La propuesta de reducción de jornada laboral va en esa dirección. No resuelve todos los problemas, pero señala que el camino compartido es hacer de la política una herramienta de redistribución real, capaz de recuperar calidad de vida para quienes más lo necesitan.
Porque, al final, mejorar la vida de la gente debería seguir siendo la razón y el corazón de cualquier proyecto político digno. Y quizá, en estos tiempos de ruido y espectáculo, recordar lo esencial sea el primer paso para volver a caminar en común.

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