A propósito del juez Guevara

El presidente del tribunal del 17-A tiene rasgos de las tipologías de jueces desconsiderados, autoritarios o rigoristas en exceso. Gritos, reprimendas, malas pulgas, intransigencia. Una toga de hierro, vaya
 

21 noviembre 2020 11:50 | Actualizado a 21 noviembre 2020 12:23
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El juicio por los atentados yihadistas del 17-A no presentaba a priori un interés mediático en consonancia con la gravedad de los hechos ni con su impacto social. No solo porque la autoría de los atentados está clara, sino porque, además, los autores materiales de las muertes han fallecido y los que se sientan en el banquillo son actores secundarios. La única incógnita a despejar es cuántos años de prisión les caerán de las decenas que para ellos piden las acusaciones.

Sí que captan los focos, en cambio, las formas utilizadas por el presidente del tribunal, Félix Alonso Guevara, para sorpresa del gran público. Bueno, del público que no le conocía. Inflexibilidad, salidas de tono, autoritarismo… Y la pregunta que se hace la gente que no conoce el mundillo judicial es obvia: ¿todos los jueces son así?

Valga decir, en una primera aproximación, que la gran mayoría de los jueces españoles son educados, respetuosos y considerados, y tratan de conducir el proceso por los caminos del sentido común y la deferencia hacia los intervinientes. Es decir, lo que en derecho romano se conocía como la auctoritas. Sin embargo, existe una minoría de jueces que, partiendo de la potestas que les otorga el cargo, tiene comportamientos que llegan a comprometer la labor de los abogados.

En primer lugar nos encontramos con el juez desconsiderado. La desconsideración es un rasgo de la personalidad, una forma de ser emparentada muchas veces con la mala educación. El juez desconsiderado proyecta ese rasgo no solo contra el abogado, sino contra toda persona que entra en su órbita competencial. Y se manifiesta mayormente en el acto de más visibilidad: el juicio. Nada afecta más negativamente a la autoestima y a la dignidad del abogado que el trato desconsiderado del juez en el juicio, delante de todos, principalmente del cliente, que llega a dudar si ha elegido bien o no a su defensor. Y este tipo de agresión no es fácil de contrarrestar. Sí que puede contestarle al juez, y conviene hacerlo, pero ¡ojo!, porque la pugna dialéctica que se suele entablar es desigual y de consecuencias imprevisibles. Él tiene el mazo, de modo que puede cortar al letrado, hacerle callar si insiste («cállese, señor letrado, el debate lo dirijo yo»), multarle, o abrirle un proceso por desacato. Y lo que es peor, la acritud del abogado puede condicionar el sentido de la sentencia, lo cual le obliga a ser cauto para no perjudicar al cliente. Pero la cautela no está reñida con una respuesta mesurada, respetuosa y profesional, acompañada del consiguiente «protesto, señoría», dejando la cuestión abierta para retomarla en sede de recurso. Y en esa pugna dialéctica el abogado tiene un cómplice inestimable a su lado, la grabación audiovisual, que permite objetivar -y amplificar- hasta el más mínimo detalle de lo ocurrido en el juicio. Y es que la grabación de los juicios ha sido, en mi opinión, uno de los avances más notorios de nuestro proceso en los últimos años.

En segundo término tenemos al juez autoritario. El autoritarismo le puede venir de su propia personalidad, de sus limitaciones técnicas o de su inexperiencia. En los dos últimos supuestos, se suele utilizar como escudo para esconder un déficit de preparación, para atrincherarse frente a los embates de las partes. Su respuesta, a veces sistemática y sin mayor razonamiento, suele ser el cortante «no ha lugar», como sinónimo de «porque lo digo yo». Y esos tics autoritarios de los jueces son percibidos por el justiciable. Los abogados apenas nos damos cuenta porque estamos acostumbrados. Pero la gente de la calle lo aprecia en seguida. Y les choca, les choca mucho, como está ocurriendo con la actuación del juez Guevara, que ha producido una auténtica alarma social. ¿Será porque la profesión de juez imprime carácter o se trata, quizás, de una coraza para defenderse de la presión, de la responsabilidad y de la angustia que la función del juez conlleva?

Por último nos encontramos con el juez rigorista en exceso, un guardián del proceso que desde su posición prevalente interrumpe con frecuencia al abogado o le declara impertinentes no pocas preguntas. Es algo parecido al árbitro de fútbol que pita en exceso, aun por las faltas más livianas, parando constantemente el juego, lo que impide su continuidad. Estos jueces justifican su forma de actuar en nombre de la ortodoxia procesal, pero en realidad introducen una rigidez que resta frescura, espontaneidad y continuidad al juicio. Y es que ese mismo juez, en ocasiones, llega a la contradicción de hacer preguntas al final de un interrogatorio que antes ha declarado impertinentes al abogado. Ese modo de actuar perturba al letrado, pues le lleva a estar más pendiente de que el juez no le tumbe la pregunta que de profundizar en el interrogatorio.

En no pocas ocasiones somos los propios abogados quienes damos pie a esa forma de operar. Unas veces por impericia o mala praxis, pues a diferencia de los jueces, no tenemos una «escuela judicial» que nos prepare de manera uniforme. Y la ignorancia, no lo olvidemos, es muy atrevida. Otras veces por el afán de llevar el ascua a nuestra sardina y ganar el pleito. Y otras, en fin, por mala fe procesal que traspasa las líneas rojas de lo permisible. Y es que a los abogados muchas veces hay que echarnos de comer aparte.

¿Y en cuál de esas tipologías habría que encuadrar al juez Guevara? A juzgar por lo que hemos visto en los primeros días del juicio, tiene rasgos de las tres. Gritos, reprimendas, malas pulgas, intransigencia. Una toga de hierro, vaya. Aunque quienes le conocen hablan de él como un magistrado trabajador, garantista y con un elevado sentido de la justicia.

A raíz de las protestas de colectivos de la abogacía, el juez del 17-A ha cambiado de actitud y ha tenido un detalle insólito con los abogados: ponerles caramelos en sus mesas en estrados. Un gesto loable, sin duda, para reconducir y endulzar la relación. Pero lo fundamental es que respete el derecho de defensa de los abogados. Si no, el caramelo sabe a amargo.

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