Admiración y aprecio en la discrepancia

La muerte de Bader ha desatado una lucha feroz por su relevo, algo lógico teniendo en cuenta que se trata de un cargo vitalicio. Bader supo compatibilizar una lucha férrea por sus postulados con un respeto escrupuloso hacia quienes sostenían ideas contrarias.

24 septiembre 2020 11:10 | Actualizado a 27 septiembre 2020 06:48
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La pasada semana nos dejó Ruth Bader Ginsburg, jueza de la Corte Suprema de los Estados Unidos. Nacida hace 87 años en el seno de una familia judía de Brooklyn, durante las últimas décadas se había convertido en uno de los principales símbolos norteamericanos del pensamiento liberal, entendiendo este adjetivo en el sentido izquierdista que allí tiene. Tras una dura lucha contra el cáncer de páncreas que padecía, esta polémica jurista falleció en su domicilio de Washington después de dedicar gran parte de su carrera a la vehemente defensa del aborto, el matrimonio homosexual y la discriminación positiva.

Pero no siempre mostró un perfil tan escorado a la izquierda. Cuando Bill Clinton la convirtió en la segunda jueza en acceder al alto tribunal de toda la historia, llegó con la etiqueta de centrista. En el pasado se había alineado frecuentemente con las tesis conservadoras en la Corte de Apelaciones del Distrito de Columbia, por ejemplo, cuando votó contra un soldado que afirmaba haber sido expulsado del ejército por su orientación sexual. Sin embargo, ya como miembro de la Corte Suprema, a medida que la mayoría de este tribunal fue decantándose progresivamente hacia la derecha, ella hizo lo propio en sentido contrario.

La muerte de Bader ha desatado una lucha feroz por su relevo, algo lógico teniendo en cuenta que se trata de un cargo vitalicio, por lo que estos reemplazos tienen efectos significativos a largo plazo. En efecto, el habitual equilibrio inestable entre conservadores y progresistas podría inclinarse definitivamente del lado de los primeros, una eventualidad de hondo calado constitucional. Hasta ahora, cinco de estos magistrados estaban considerados de la órbita conservadora, frente a cuatro de talante más progresista. Y todo apunta a que los republicanos intentarán colocar a un candidato de su confianza, dejando el marcador seis contra tres. El partido de Donald Trump se plantea dos posibles estrategias: nominar al nuevo juez antes de las elecciones (lo más probable, para asegurar la designación de un perfil próximo) o aplazarlo hasta después de los comicios (para movilizar el voto conservador, especialmente el del colectivo antiabortista, ante la posibilidad de que sean los demócratas quienes decidan el relevo).

En cualquier caso, la persona que herede el puesto de RBG (como era popularmente conocida en su país) necesitará la confirmación del Senado, actualmente controlado por los republicanos (53 frente a 47). Sin embargo, varios representantes conservadores en esta cámara no parecen partidarios de que este proceso de renovación se realice en año electoral. La polémica recuerda la crisis que se vivió en 2016, cuando un candidato para la Corte Suprema propuesto por Barack Obama fue bloqueado precisamente por este motivo. Donald Trump ha declarado que los estadounidenses le colocaron en la Casa Blanca para ejercer las funciones que corresponden a su cargo (entre las que se encuentra esta nominación), y Joe Biden defiende que unos comicios tan cercanos deberían permitir a los ciudadanos no sólo elegir al presidente, sino también al sustituto de Bader.

Al margen de este espinoso y discutible asunto, nada más conocerse la muerte de esta controvertida jueza, los reconocimientos no dejaron de sucederse, como el de su colega John Roberts: «Las futuras generaciones recordarán a Ruth Bader Ginsburg como una decidida defensora de la justicia. Nuestra nación ha perdido a una jurista de estatura histórica». Otras alabanzas han sido menos previsibles (o quizás no, en esta sociedad hipócrita, plagada de admiradores de tanatorio). Destacan las declaraciones del propio presidente de Estados Unidos, quien calificó a la fallecida como «una mujer increíble», «un titán del derecho», «una mente brillante», y una persona que «demostró que se puede estar en desacuerdo sin ser desagradable con quienes defienden otros puntos de vista». Sorprende que estas palabras las pronunciase precisamente Trump, pero bienvenidas sean.

En efecto, Bader supo compatibilizar una lucha férrea por sus postulados con un respeto y reconocimiento escrupulosos hacia quienes sostenían las ideas contrarias. Esta actitud la convirtió en un personaje muy apreciado, también entre quienes no compartíamos algunas de sus tesis. Fue conocida la estrecha amistad que mantuvo durante años con el juez Antonin Scalia, compañero suyo en la Corte Suprema, pero de tendencia radicalmente conservadora. Aunque sus controversias jurídicas fueron antológicas, celebraban juntos el fin de año en compañía de sus respetivas familias. Tras la muerte de Scalia, hace cuatro años, su vieja amiga le dedicó un recuerdo que hoy merece la pena reproducir: «Siempre acertaba al detectar los puntos débiles de mi postura, y eso me aportaba justo lo que necesitaba para reforzar mi propuesta. Por más que te pudieran molestar sus enérgicas discrepancias, era tan absolutamente encantador, tan divertido, a veces tan explosivo, que no podías evitar pensar: estoy orgullosa de que sea mi amigo y compañero de trabajo».

Las palabras de Bader demuestran que es posible chocar frontalmente en las opiniones, sin realizar ningún juicio negativo de capacidad ni de intenciones sobre nuestro adversario. A diferencia de la actitud mayoritaria en nuestro escenario público actual, estas dos figuras del derecho se profesaron una admiración profesional y moral que superó el sectarismo que hoy nos invade. En el fondo, hablamos de confianza. En efecto, esta infrecuente óptica parte de confiar en que el otro defiende una determinada posición porque cree en ella honestamente, no porque sea un incapaz o un malvado. Como afirma el catedrático Benito Arruñada, «no se puede dialogar desde la superioridad moral». Ni desde la derecha ni desde la izquierda. Adoptar colectivamente esta perspectiva sería el mejor homenaje que podríamos dedicar a Ruth Bader Ginsburg.

 

Colaborador de Opinió del ‘Diari’ desde hace más de una década, ha publicado numerosos artículos en diversos medios, colabora como tertuliano en Onda Cero Tarragona, y es autor de la novela ‘A la luz de la noche’.

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