Al Oeste del sol

19 mayo 2017 21:49 | Actualizado a 22 mayo 2017 13:00
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Ayer noche regresé de Japón y esta mañana me expando. Recupero un espacio natural de cuarenta y seis centímetros de zona íntima, más otro palmo más de área personal que, según el profesor de la Universidad de Columbia Eduard T. Hall, proyectamos los occidentales.

Ese círculo está considerado una extensión territorial de nuestro cuerpo, y su tamaño es menor cuanto mayor es la densidad de población.

Efectivamente poder visualizar este halo técnicamente llamado proxémico, contribuyó a un mejor entendimiento de las relaciones humanas, y, como es de cajón, Hall se basó en la ley natural que establece que el área personal necesitada por los animales para no morder al prójimo, se halla en función del entorno salvaje que habitan.

Si tuviera que describir a Tokio como Murakami, con el surrealismo del novelista Haruki o los diseños pop de Takashi, aseguraría que se trata de una ciudad de los clicks y claks de Playmobil. A diferencia de un pastor que empieza a acariciar la vara y el cayado si penetras en su círculo de seis metros, el círculo personal que los peatones japoneses respetan escrupulosamente cuando se detienen por cientos en los semáforos, apenas alcanza treinta centímetros.

Conocedores del peligro de invadir ese palmo cuando se anda en masa, entre los tokiotas no existe la obesidad, la gente no tiene vello corporal, no se tocan ni las casas puesto que no hay manzanas ni paredes medianeras, y todos piensan lo mismo por si el saber ocupa lugar.

Los policías, colegiales, oficinistas, jardineros o limpiadoras del tren-bala, se mueven uniformados con sus porras, rastrillos o aspiradoras cargados al hombro. Hay poco tráfico en los Scalextric, mucho silencio y las grúas, las máquinas de vending, las fundas de ganchillo del taxi o el camión de la basura, de pulcros parecen de juguete.

Las muñecas visten a la última moda occidental, usan pega-ojos para desachinarlos y cada día encuentras a las tokiotas más atractivas. Del kimono, el peinado y los pies de loto de las geishas que se maquillaban con polvo de arroz y boca de beso, apenas queda que bailan dando saltos, corren peor que los pingüinos y usan paraguas para mantener pálido el cutis que cuidan con los mejores cosméticos del mundo.

Los hombres trajeados impecablemente que allí van delante, siguen saludando al modo oriental y son circunspectos hasta que concluyen los negocios. Al encontrarse, se sitúan frente a frente, entregan la tarjeta de visita donde figuran todos sus cargos y méritos, y comienzan a hacer tantas reverencias con una inclinación de hasta 45º como merece el sujeto.

Por ejemplo, en la pequeña mesa del minúsculo restaurante en la que nos sentamos descalzos según la tradicional forma seiza, había uno de Hong-Kong; dos y tres, japoneses; un cuarto, singapurense, un quinto de Barcelona, y no es chiste que entre los siete comensales nos calzamos ocho botellas del vino que provocaron a la salida del karaoke un bamboleo de cabezazos pendulares en el que unos observaban los zapatos, y nosotros comprobábamos que no existe la calvicie.

El antropólogo estadounidense, Hall, comprobó científicamente que los seres humanos tenemos la misma necesidad de marcar el territorio que las bestias con un curioso experimento que llamó ‘¿Por qué los japoneses son los que guían en el vals?’ El ensayo consistió en hacer un guateque con invitados japoneses y norteamericanos para cerciorarse de que, al entablar conversación, comenzaban a dar lentamente vueltas por la sala en una lucha subliminal por mantener las distancias entre sus círculos personales.

Tokio es un observatorio cósmico, un lugar para mirar cómo la globalización que salió de por donde se ponía el sol cuando se creía que el mundo era plano, va disolviendo la milenaria civilización por donde amanecía. Antes de que el planeta fuera global y se proyectara al oeste del sol una sombra que comúnmente llamamos noche.

Hace veinticinco años conocí Japón en pleno apogeo, cuando se trataba de un país dispuesto a tomar el relevo de los Estados Unidos como primera potencia económica mundial, y ahora que ha terminado la crisis que gira con la órbita, siguen con la resaca y sin el dinamismo de sus vecinos continentales de los que se segregaron geológicamente hace apenas 140 siglos.

Eduard T. Hall estudió en el comportamiento de los ciervos o las ratas que existe una relación directa entre el estrés causado por la densidad de población y la mortandad. Su causa no fue el hambre o la enfermedad, sino la angustia que produce una glándula suprarrenal que se hiperactiva cuando se degrada nuestro territorio natural indispensable. Y que en Japón, en donde la gente solícita se detiene en lo que hacía si le pides ayuda, produce que treinta mil personas al año liberen voluntariamente ese trozo que les viene de perlas.

Yo y Obama aterrizamos en Tokio este San Jordi y Platero iba delante porque el Air Force One llegó inmediatamente después para iniciar una gira por el Lejano Oriente que terminó ayer en Filipinas y ha sido considerada por los medios de comunicación nipones un éxito histórico. Aquella primaveral noche de los enamorados, Barak Obama cenó con el primer ministro nipón Shinz? Abe, y el idéntico comentario crítico de las guías turísticas fue que se encontraban demasiado cerca en el Sukiyabasi Giro, el santuario del sushi, tres estrellas Michelín, del metropolitano.

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