Ámbar

Mariano Rajoy intenta evitar que la historia le recuerde como un nuevo Boabdil

09 octubre 2017 09:07 | Actualizado a 09 octubre 2017 09:09
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Han pasado ya unos cuantos años desde que un reducido grupo de buenos amigos comenzamos a reunirnos alrededor de una mesa para conversar regularmente sobre todo tipo de cuestiones: desde la actualidad política al Manuscrito Voynich, desde la Tarraco romana a las estrategias ajedrecísticas, desde la conquista del Himalaya al Plan Bolonia... Participar en esta tertulia es siempre un auténtico placer, pues permite disfrutar de una compañía inmejorable, un entorno magnífico, una conversación interesante y una cena deliciosa.

Eso sí, el grupo se divide en dos sectores claramente diferenciados. El primero lo conforma un significativo número de prestigiosos expertos en diferentes campos del saber, cuya erudición siempre se hace patente pese al ambiente informal y distendido de estas citas: juristas, historiadores, politólogos, médicos, periodistas, pedagogos, antropólogos, arquitectos, docentes… Sin embargo, existe también un segundo colectivo, mucho menos brillante, que en este intercambio de sabiduría recibe bastante más de lo que aporta, y que debería estar eternamente agradecido por tener el inmerecido privilegio de asistir a estos encuentros. Lo bueno es que este sector destaca por ser muy limitado, hasta el punto de que actualmente sólo tiene un miembro: yo mismo.

Precisamente esta misma semana nos hemos vuelto a reunir para analizar las complicadas jornadas que nos está tocando vivir. Como era previsible, la forma de valorar estos acontecimientos ha sido completamente antagónica dependiendo de las diferentes perspectivas políticas de cada uno, que afortunadamente son variadísimas. Sin embargo, me ha llamado poderosamente la atención la práctica unanimidad manifestada en un punto concreto: nos dirigimos a una velocidad descontrolada hacia un futuro incierto y peligroso, con unos efectos devastadores que tardarán décadas en restañarse, y que sólo podrán ser minimizados si las partes en conflicto asumen que la única vía para salir del atolladero pasa por iniciar un diálogo sinceramente orientado al entendimiento. ¿Cómo es posible que este diagnóstico, compartido por una abrumadora mayoría de la sociedad, parezca inaceptable para nuestros dirigentes?

Efectivamente, los gobiernos que han chocado estrepitosamente durante los últimos días no terminan de aceptar dos realidades evidentes: por un lado, sofocar por la fuerza el movimiento soberanista sólo multiplicará su respaldo popular, convirtiendo la eventual independencia de Catalunya en un pronóstico seguro a medio plazo, cuando constituya una mayoría aplastante e imparable; y por otro, continuar la carrera suicida hacia la unilateralidad (contra la opinión de la mitad de los catalanes, vulnerando la legalidad vigente, con devastadores efectos económicos que ya comienzan a sentirse, y enfrentándose a la comunidad internacional) es un disparate que sólo acarreará fractura social, frustración colectiva y sufrimiento estéril.

 Todos sabemos que, de acuerdo con las normas de circulación, el semáforo en verde indica que podemos avanzar y el rojo que debemos detenernos. Pero el sistema no es binario puesto que existe un tercer color, el ámbar, que nos invita a ser prudentes. Aunque desde un punto de vista fáctico podemos seguir adelante, lo razonable es comenzar a frenar para evitar un posible impacto. Sin embargo, no es infrecuente que esta señal de peligro sea interpretada por algunos irresponsables como una invitación a acelerar. Algo así parece estar sucediendo en determinados despachos oficiales. La realidad nos dice a gritos que estamos rozando un riesgo letal, pero nuestros líderes, en vez de serenarse, deciden pisar a fondo en una carrera delirante y absurda que nos llevará a todos a la tumba.

¿Puede el Govern de la Generalitat declarar unilateralmente la independencia tras los resultados del referéndum? Si nos ajustamos a la letra de las peculiares leyes de hace un mes, parece que sí. ¿Puede el gobierno español anular inmediatamente la autonomía catalana y ocupar militarmente su territorio para imponer la legalidad constitucional? Atendiendo a las posibilidades que le concede el ordenamiento jurídico, sin duda. ¿Pero qué efectos tendrá continuar por estos derroteros? Si nadie hace nada por remediarlo, los catalanes retrocederemos medio siglo en nuestros niveles de prosperidad y autogobierno, y Moncloa deberá asumir que su victoria pírrica será recordada con amargura cuando Catalunya diga definitivamente adiós, antes o después.
Mariano Rajoy intenta evitar que la historia le recuerde como un nuevo Boabdil, pero lo cierto es que sus torpes decisiones están favoreciendo el éxito independentista, tras demostrar una carencia absoluta de estrategia en un conflicto que ya está completamente fuera de control. Por su parte, Carles Puigdemont se cree un Simón Bolivar del siglo XXI, cuando lo cierto es que está conduciendo al país a un colapso sin precedentes por su maximalismo insensato y suicida. Las probabilidades de evitar que todos acabemos en el fondo del barranco son escasas, pero se reducirán a cero si ambos interlocutores continúan en sus puestos. Puede que la convocatoria electoral, aquí y allí, sea nuestro último recurso para evitar el desastre.

danelarzamendi@gmail.com

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