Aquella noche con Cicerón

Tu bandera lleva impreso el arrogante lema de «PODEMOS». No existe para ti el «DEBEMOS».

19 mayo 2017 23:34 | Actualizado a 22 mayo 2017 11:36
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Él me habló de Catilina y de Clodio. Yo a él de Pablo Iglesias. Y juntos escribimos, más él que yo, esta Tribuna:Te lo vengo diciendo desde hace bastante, mucho, demasiado tiempo. Te lo vengo diciendo, exactamente, desde hace 2077 años y un par de meses. Pero tú no te avienes a razones, no escuchas, no entiendes; y persistes y te mantienes, te enrocas y fortificas, en la maldad de tu decir y tu actuar. Así que me obligas a repetírtelo, hoy una vez más, para defensa del pueblo al que dices, sin fundamento, servir. ¿Hasta cuándo, Ecclesiae, has de abusar de nuestra paciencia? ¿Cuándo nos veremos libres de tus sediciosos intentos? ¿A qué extremos llevarás tu desenfrenada audacia? ¿No comprendes que tus propósitos, mantenidos ocultos bajo capas de engañadores afeites, han sido descubiertos? ¿Que nada haces, nada intentas, nada piensas que no oigamos, no veamos o no sepamos con certeza? ¿Imaginas que ignoramos tu pretensión de cerrar el paréntesis de civilizada convivencia y armonía que un reciente ayer abrimos en nuestra desventurada historia? Que esa convivencia, esa armonía, ese su gobierno sean, como son, bajo cualquier luz que los examines, perfectibles, mejorables, necesitados de transfusiones de libertad, de justicia y de igualdad, e incluso de sanadoras cirugías ora correctoras ora amputadoras; que todo eso sea así, como en verdad lo es, e incluso más, no te permite, Ecclesiae, no te da derecho, no te legitima para dar por finalizado el paréntesis. Al menos algunos no lo toleraremos, no lo permitiremos, no lo sufriremos.

Llegado es el momento de que, desatada de las ligaduras de la pusilánime corrección política, nuestra lengua proclame dónde está el mojón que separa lo posible de lo imposible, la razón de la sinrazón, la sensatez de la locura, la realidad de la fantasía y el delirio; la esperanza bien fundada, de la utopía que la ruina propicia. Y de que, además, advierta de las consecuencias de acampar a uno u otro lado.

Llegado es el momento de que, curada de la atenazadora parálisis causada por el temor a tus invectivas descalificadoras, airadas y virulentas, nuestra mano arranque de una vez, de una vez y para siempre, la atractiva máscara que la fealdad de tu rostro cubre.

Muchos son, entre las jóvenes generaciones que, a poco, tomarán nuestro relevo, quienes no ven el peligro inminente en que colocas al orden que, con tanto esfuerzo, nos dimos. Y no faltan, sino que sobran, entre las viejas generaciones que, a poco, seremos relevadas, quienes, viendo la perniciosa, cruel y terrible calamidad a la que tus soflamas nos precipitan, nos conducen, nos abocan, hacen como si no la vieran con sus opiniones conciliadoras.

Pero ante el riesgo extremo, catastrófico e irremediable que representas y supones, propicias y alimentas, es delito de traición no ver y, viendo, no decir. Aquí y ahora, ante el futuro que prometes y diseñas, es felonía la debilidad, la inacción y la falta de energía.

Por eso, Ecclesiae, hoy, como ayer, denuncio tu conjuración. Sabedor soy de que con ello me granjeo la enemiga tuya y de los de tu facción; pero también sé que el aborrecimiento por un acto de servicio a la colectividad es para el aborrecido un título de gloria. De ella me revestiré.

Te acuso, Ecclesiae, no de corromper al pueblo, y dentro de él a su pieza más delicada, desprotegida y valiosa: la juventud. ¡Qué más quisieras que compartir con Sócrates el banquillo de los acusados! Te acuso, Ecclesiae, de infantilizarlos: de infantilizar al pueblo y, lo que es más grave, a su juventud.

Dice el Niño: «Puesto que puedo, lo hago». No entiende el Niño que no se ha de hacer lo que se puede, sino lo que se debe; y aún lo debido, si es oportuno teniendo en cuenta las circunstancias, no sea que ese actuar debido, por sus consecuencias, por los efectos que cause, por las reacciones que provoque, por el gasto que suponga, lejos de conseguir el bien que persigue abra las puertas a una desolación mayor que el mal que extirpar pretende.

La bandera que desafiante, más que enarbolar, empuñas, impreso lleva el arrogante lema de «PODEMOS». No existe para ti el «DEBEMOS». No ya como imperativo moral categórico, algo que vituperas, desprecias y condenas, algo de lo que abominas por ser imperativo, por ser moral y por ser categórico; sino que no existe ni tan siquiera como interrogante dubitativo y cartesiano: «¿DEBEMOS?»

Razona el Niño: «Mi deseo es mi necesidad, y mis padres han de satisfacer aquél porque su obligación es remediar ésta por ser mis padres y haberme traído al mundo. Y ello sean cuales sean mi comportamiento, mis merecimientos o las posibilidades económicas de mis padres. Por el hecho de ser, de existir, todo me es debido».

Las metas cuya realización propones exigen, Ecclesiae, necesariamente, un Estado Padre-Madre providente, un «deus ex machina» que, al final de la función, se descuelgue de los cielos para solucionar los problemas, angustias y desvelos de los actores. ¿Para qué, entonces, esforzarse, prepararse, trabajar, merecer, si el auxilio me debe venir del Señor Estado, siempre, en todo caso, haya o no con qué pagarlo?

Con tu lema y tus metas haces que el Niño, que niño es pero no tonto, se perpetúe, no quiera crecer; que el mundo sea el País de Nunca Jamás; que Peter Pan sea el ideal del adulto.

De todo eso te acuso.

Y basta por hoy, Ecclesiae; pero te advierto que a este quinto discurso que te dirijo seguirán otros; que no pararé de hablar mientras se escuche una gaita y haya sidra en el lagar.

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