Banalizar la barbarie. En los campos de exterminio no caben ni la política ni los lazos amarillos

Sin piedad. Lo que nos imaginamos de Auschwitz o Mauthausen es sólo una pantalla de lo que uno descubre ‘in situ’, porque el martirio tuvo nombre y apellidos

24 mayo 2019 10:13 | Actualizado a 03 junio 2019 16:09
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La barbarie y el rostro más despreciable e infame de la condición humana sólo la he respirado, y con evidentes síntomas de ahogo, en el campo de exterminio de Auschwitz. Sí, Auschwitz fue un campo de exterminio nazi, en territorio polaco, porque además de concentrar a personas, sin ningún tipo de valor aparente para algunos, allí también se les aniquiló en masa en pro de una sociedad autoproclamada falsamente superior.
Fue el 20 de febrero de 2002. Pleno invierno en Polonia. Viajé como enviado especial de El País, junto a otra media docena de periodistas, acompañando al entonces presidente de la Generalitat, Jordi Pujol, de visita oficial. Nos despertamos en Cracovia y desayunamos con el president. Como la rueda de prensa diaria no estaba convocada hasta las siete de la tarde, les propuse a mis colegas desplazarnos hasta Auschwitz, a tan sólo una hora en autobús, al oeste de la ciudad. 

Durante aquella semana a todos nos había rondado la idea, pero ya sea por pudor o por velada incomodidad ante una realidad mil veces evocada en documentales y películas, nadie se atrevía a verbalizarla. No era una cuestión de morbo, sino de revivir la historia. Lo cierto es que formábamos un compacto y hermanado grupo que a día de hoy todavía nos reunimos para rememorar -como abuelos Cebolleta- infinitud de anécdotas de nuestros viajes con Pujol.

Cuando en 2012 estuve allí, por respeto escondí la cámara de fotos en la mochila

Entre todos nos conjuramos para prepararnos mentalmente durante el camino de ida. Sabíamos de nazis. De exterminio de judíos. De atrocidades. De odio. Habíamos llorado con La lista de Schindler o con La vida es bella o leído Historia de un alemán de Haffner. Con todo, uno nunca acaba de acomodarse ante tal espanto. Y menos en una hora por carretera en la que la verborrea argumental de nuestra guía provocó nuestras primeras náuseas del día. Nos narró sólo una parte -la interesada- de la historia, y nos dejó un agrio regusto por su desvelo en intentar exculpar a sus compatriotas polacos.

Justo bajar del autobús empezó a nevar, pero no eran copos sino agujas de hielo que hicieron más insufrible el recorrido entre barracones, celdas diminutas, muros de fusilamiento, cámaras de gasificación y hornos de carne humana. El silencio en Auschwitz me pareció atronador. 

Yo -ataviado con camiseta termolactyl, camisa, jersey, abrigo, calcetines de lana, botas, sombrero, bufanda y guantes de piel- me imaginé a esos esqueletos andantes apenas cubiertos con cuatro jirones. Esa angustiosa y machacona imagen me impidió esa mañana entrar en calor. Lloré.

Por respeto escondí la cámara de fotos en la mochila. No me pareció oportuno ir sacando instantáneas del sufrimiento. Únicamente eché una foto: la de la puerta de entrada, bajo ese abyecto cartel que reza: «El trabajo libera». Les liberaron los soviéticos, que después humillaron con el comunismo.

Lo que nos imaginamos de Auschwitz es sólo una pantalla de lo que uno descubre, porque el martirio tuvo nombre y apellidos. Te lo recuerdan las toneladas de maletas con los nombres escritos en tiza, las miles de gafas expuestas en una vitrina, como el pelo de las víctimas con el que se mullían colchones o los dientes de oro arrancados de cuajo. No tuvieron piedad.

No me pareció oportuno ir sacando instantáneas del sufrimiento

En un momento de la visita, perdí a uno de mis compañeros. Un hombretón que siempre fue y es el animador del grupo. El que siempre te hace reír, el que siempre tiene palabras de conforto. Le encontré acurrucado en un rincón, bajo una vitrina con ropita de bebé. Era la viva imagen del desconsuelo. Creo que el abrazo que nos dimos entonces selló una amistad inalterable.

En Auschwitz murieron más de un millón de personas. Y quien dice Auschwitz dice Mauthausen. La fotografía de hace unos días de una sonriente señora en Twitter, rodeada de lacitos amarillos, delante de la placa que la Generalitat colocó en ese campo de concentración, me repugnó. No entiendo tanta arrogancia ni desprecio por miles de víctimas inocentes. No entiendo cómo alguien es capaz de banalizar tanta barbarie. En esos campos de exterminio no caben ni la política, ni banderas, ni lazos amarillos. Sólo tiene cabida el arrepentimiento del ser humano.

Periodista. Natural de Gandesa, Josep Garriga empezó como periodista en el Diari de Tarragona. Después de casi dos décadas en ‘El País’ ahora trabaja en el departamento de comunicación de AGBAR.

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