Banca: ¡quién te ha visto y quién te ve!

Los bancos tendrían que mejorar sustancialmente los servicios, humanizando la relación entidad/cliente, erradicando el trato despersonalizado, a veces hostil, de los últimos tiempos, y recordando, en fin,  que prestan un servicio público

05 agosto 2021 08:00 | Actualizado a 05 agosto 2021 08:11
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Verano del ochenta y dos. Primeras horas de la mañana. Antigua Yugoslavia, de camino hacia Grecia. En los alrededores de Zadar -una ciudad costera de la actual Croacia- entramos en un banco a comprar dinares. La oficina es vetusta, rudimentaria, con la foto de Tito todavía en la pared. Una larga cola -en su mayoría de agricultores- lleva hasta una camarada vestida de negro y pañuelo del mismo color en la cabeza. Me recuerda a las mujeres con luto eterno de Chelva, mi Macondo natal. Sentada en una silla y con la caja fuerte sobre el regazo, la señora da y recibe dinero de los clientes. Y cuando nos llega el turno, la gente de la cola se abre a nuestro alrededor para curiosear, con mejor campo de visión, el novedoso intercambio de travelers checks por moneda del país.

El escenario es chocante para nosotros, acostumbrados a las oficinas bancarias que había entonces en España, modernas, de diseño, atendidas por un personal acorde con ese marco. El afán de ganar cuota de mercado hizo que durante las décadas siguientes los bancos se propagaran como setas sobre nuestro paisaje urbano. Había tantos que la afirmación de Josep Pla de que no hay monumento en Italia que no tenga otro a doscientos metros, era perfectamente aplicable a las sucursales bancarias de nuestras ciudades a comienzos de este siglo, buena parte de ellas de un tamaño reducido.

Y este último era mi tipo ideal de banco: pequeño, con dos o tres empleados, buen servicio, trato directo y personalizado, no exento de afecto, donde al cliente se le conocía por su nombre y se le atendía cuando iba, aun sin avisar, incluso por el director, una especie de asesor bancario fiable y solícito, se llamara Carles Ríos, Jaume Sáez o Isidro Carpintero. Y no se desatendía un vencimiento -aun en números rojos- sin comunicárselo al cliente. Tan es así que hace cuarenta años elegí una oficina de esas características –cuyo nombre no diré porque no hay banco libre de pecado para arrojar la primera piedra- y le he guardado fidelidad siempre, pese a haber cambiado de nombre y de grupo bancario media docena de veces.

Pero esa satisfactoria relación banco/cliente se resintió con la crisis de 2008. Y se quebró definitivamente con el naufragio bancario producido por la caída de los tipos de interés, el derrumbe del mercado inmobiliario y el impago masivo de las hipotecas. Y las consecuencias las sufrimos todos, en particular los usuarios bancarios. Nos endosaron participaciones preferentes y otros productos basura en cantidades siderales, un comportamiento fraudulento que arruinó a multitud de pequeños ahorradores y sembró la desconfianza. El Gobierno tuvo que salir al rescate de entidades bancarias, lo que costó decenas de miles de millones de euros al erario público, que en buena parte no recuperaremos. Y lo hizo con el pretexto de «evitar que el sistema financiero se hundiera y nos pillara debajo», uno de esos mantras que el poder se inventa de vez en cuando para justificar sus decisiones. ¿No habría sido más lógico rescatar económicamente a quienes perdieron sus viviendas por no poder pagar la hipoteca, en lugar de a los bancos? Las fusiones bancarias y el abaratamiento de costos originaron el cierre de millares de oficinas y la supresión de no menos puestos de trabajo.

Y con ese escenario lo que tenía que pasar pasó: el deterioro de los servicios bancarios, la práctica desaparición del trato personalizado y la expulsión del cliente hacia los dominios de Internet. Lo que en la práctica se traduce en citas previas, largas colas, y lo que antes hacía el empleado (reintegros, transferencias, emisión de recibos, etc.) ahora se lo tiene que hacer el propio cliente. Sin contar los desplazamientos a que obliga la desertización bancaria de las zonas rurales, o la imposibilidad de manejarse por Internet de los ciudadanos que quedaron al otro lado de la brecha digital.

Como quizás supondrán, también cerraron mi oficina bancaria, y me asignaron otra mayor, impersonal, donde soy un cliente anónimo, o casi. Me cuidaré de tener saldo en la cuenta, para evitar que el banco devuelva sin pagar algún recibo, algo que hará sin duda, llegado el caso.

No es de extrañar, con ese panorama, que el peso específico de los bancos en el sistema financiero -su poder, vaya- haya menguado. Otros agentes –los fondos de inversión- les marcan el rumbo. O sea, como dice Costa-Gavras en su película El capital, tú el timón y yo la brújula. Y no digamos de las cajas de ahorro, que parecían tener la solidez de fortalezas graníticas, y se desmoronaron como castillos de naipes… ayudadas por algún que otro político autonómico. La imagen de ese desplome nos la da la oficina principal de la antigua Caixa Tarragona. Hace unas décadas el edificio presidía majestuoso la Plaza Imperial Tàrraco. Hoy está lleno de pintadas. Y la instalación, hasta hace pocas semanas, de una churrería en su puerta, permitió sacar fotos que hacían pensar en un cambio de negocio.

Hay que reconocer que los bancos cumplen una función social. Prestar y guardar dinero, intermediar en pagos y cobros, y otros servicios de la vida cotidiana. Pero eso no basta. Tendrían que mejorar sustancialmente los servicios, humanizando la relación banco/cliente, erradicando el trato despersonalizado, a veces hostil, de los últimos tiempos, y recordando, en fin, que prestan un servicio público. Si no lo hacen, la gente guardará el dinero debajo del colchón (total, por los intereses que cobran…). O, paradojas de la vida, preferirá oficinas a la yugoslava, como la que al principio se evocaba.

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