Bendita indisciplina

Cada miembro de la cámara baja representa a su circunscripción, y trabaja al servicio de sus ciudadanos, no de su partido

23 enero 2022 09:10 | Actualizado a 23 enero 2022 09:49
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La crisis de confianza que padece actualmente el primer ministro británico, Boris Johnson, está poniendo de relieve la singularidad de un sistema político del que podemos aprender mucho a este lado del canal. En efecto, la sumisión ovina al líder que caracteriza a la clase política continental contrasta de forma significativa con la autonomía de criterio y acción de la que disfrutan los representantes públicos del Reino Unido en el ejercicio de sus responsabilidades.

Ciertamente, nos encontramos ante un modelo sensiblemente diferente al nuestro, también con sus claroscuros, como cualquier sistema de gobierno. En el ‘debe’ podríamos destacar la persistencia de algunas rémoras que difícilmente casan con la mentalidad de un ciudadano medio del siglo XXI. Pensemos, por ejemplo, en la continuidad de la Cámara de los Lores: ‘The Right Honourable the Lords Spiritual and Temporal of the United Kingdom of Great Britain and Northern Ireland in Parliament assembled’. Como su propio nombre indica, la cámara alta de Westminster está integrada por Lores Espirituales (veintiséis obispos elegidos por su prestigio en el seno de la Iglesia anglicana) y Lores Temporales (más de setecientos miembros, que ostentan este privilegio por designación real o por derecho de sangre). Afortunadamente, las sucesivas reformas emprendidas durante el último siglo han reducido el número de lores hereditarios, y su papel en el modelo político británico tiende a menguar.

También es discutible la escasa proporcionalidad de su sistema electoral, pues en cada circunscripción se elige como único representante al vencedor local, invisibilizando de forma absoluta las papeletas de los ciudadanos que se han decantado por opciones diferentes a la triunfadora. Este procedimiento tiene como ventaja práctica el freno a la atomización parlamentaria (a diferencia de algunos países mediterráneos, por ejemplo, donde sus caóticas cámaras están integradas por miembros de infinidad de partidos diferentes), pero tiene como contrapartida el enorme muro sistémico al que se enfrenta cualquier candidato ajeno a las formaciones conservadora o laborista. Para gustos están los colores, pero este modelo puede entenderse como un punto flaco del sistema, especialmente para quienes somos entusiastas defensores de las ventajas de un tercer partido bisagra. La dificultad de elección fuera del esquema bipartidista la conocen de sobra los liberales del Reino Unido, que celebran cada acta para la Cámara de los Comunes como un auténtico Trafalgar.

Sin embargo, como decíamos al principio, a pesar de que el sistema electoral británico refuerza de forma abrumadora el protagonismo de los dos grandes partidos, este modelo muestra una virtud que resulta envidiable: la enorme libertad que preside la actividad de los representantes políticos en el seno de dichas formaciones, gracias a un procedimiento representativo de carácter nítidamente ascendente. Lo hemos comprobado estos días, durante el desarrollo de la crisis en Downing Street. Sin duda, lo lógico y habitual es que los parlamentarios conservadores y laboristas se alineen con las iniciativas de sus respectivos partidos, pero se trata de un respaldo por convicción, no por necesidad o imposición. Cada miembro de la cámara baja ostenta la representación de su circunscripción, y trabaja al servicio de sus ciudadanos, no de su partido. Así se entiende, por ejemplo, que numerosos dirigentes conservadores se hayan unido a los laboristas en la exigencia de responsabilidades por el ‘Partygate’.

Entre otros movimientos significativos, destacan las durísimas críticas a Johnson por parte del ex ministro del Brexit, David Davis («Espero que nuestros líderes asuman la responsabilidad por las acciones que toman, y sin embargo hemos visto lo contrario: en el nombre de Dios, váyase»), el paso del parlamentario tory, Christian Wakeford, a la bancada laborista («Las políticas del gobierno no están haciendo nada para ayudar a la gente de mi distrito, que está luchando para salir adelante en peores condiciones cada día»), o la veintena de destacados conservadores que ya se han unido a la ‘pork pie plot’ (la «trama del pastel de cerdo) para exigir una moción de censura contra su controvertido ‘premier’. ¿Alguien se imagina algo remotamente parecido en nuestro país?

El funcionamiento interno de nuestros partidos se caracteriza exactamente por lo contrario. Como dijo Alfonso Guerra, «el que se mueve no sale en la foto». Esta afirmación se traduce en que los cargos públicos de cualquier formación saben que, si mostrasen el menor signo de alejamiento respecto de la estrategia definida por la dirección, perderían de forma automática cualquier posibilidad de volver a aparecen en las listas de la próxima convocatoria electoral. Si a esto sumamos el patético perfil profesional que ostentan muchos de nuestros representantes, incapaces de lograr en el sector privado la mitad de lo que cobran en sus escaños, dicha amenaza se convierte en garantía de sumisión norcoreana al amado líder.

Durante los últimos días, un escándalo colateral ha salpicado las páginas de los periódicos londinenses, al conocerse las supuestas presiones del partido tory a sus electos para frenar la sublevación. Lo ha destapado el diputado conservador William Wragg, presidente del Comité de Administración Pública del parlamento, señalando directamente al personal y los asesores de Downing Street, y animando expresamente a denunciar estos hechos ante la policía por si pudieran ser constitutivos de chantaje. En contraste con esta defensa convencida de la libertad individual, nuestros partidos no se ruborizan imponiendo multas económicas a los miembros de las cámaras que se saltan la disciplina de partido, un concepto lamentable que en el mundo anglosajón probablemente suene pseudofascista. En efecto, más allá del canal, la indisciplina es un valor del propio sistema político, entendiendo este término no como frivolidad, sino como criterio de actuación exclusivamente sometido a la conciencia personal y a los intereses de los propios votantes. Bendita indisciplina.

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