Bestias

En ocasiones, soñamos ilusamente con domesticar aquien es incapaz de convivir

20 agosto 2017 15:10 | Actualizado a 20 agosto 2017 15:11
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El parque natural de Sobrón es un paraje conocido por su extraordinaria belleza natural, en cuyos bosques habita una gran variedad de especies salvajes. Se encuentra a unos cincuenta kilómetros de Vitoria-Gasteiz, y sus rocas han sido esculpidas por el Ebro creando espectaculares desfiladeros. De hecho, en el siglo XIX fue un destino muy popular entre las clases acomodadas, que disfrutaban regularmente de su espléndido balneario.

Este magnífico entorno fue el lugar escogido por José Ignacio Aresti para crear una gran reserva de animales hace casi tres décadas. Este amante de la naturaleza ideó e impulsó esta iniciativa con el objetivo de convertirla en un centro de recuperación de la fauna local, abierto también a actividades divulgativas. Ciervos, jabalíes, caballos, patos… El Ayuntamiento de Lantarón cedió los terrenos necesarios, y este emprendedor funcionario de la Diputación de Álava pudo llevar a cabo su proyecto. El sueño se había convertido en realidad.

Cuando el centro ya contaba con varias decenas de ejemplares, Aresti descubrió que el zoo de Santillana del Mar pretendía deshacerse de un par de crías de oso pardo. El naturalista no se lo pensó dos veces y adoptó a estos cachorros que padecían una dolencia ósea de nacimiento. Los animales se adaptaron perfectamente a su nuevo hogar en los bosques de Sobrón, donde el bueno de José Ignacio los alimentaba con enormes biberones. Incluso, según cuentan testigos presenciales, acudió con ellos al Palacio de la Diputación en más de una ocasión para hacer gestiones administrativas relacionadas con la reserva.

Los representantes de algunas entidades ecologistas de la zona comenzaron a criticar la falta de medios y conocimientos de Aresti para gestionar un centro con especies de esta envergadura y peligrosidad, pero el funcionario insistía en que se trataba de animales inofensivos, con los que incluso se bañaba regularmente en las aguas del río Omecillo. Los años pasaron y aquellos tiernos oseznos se convirtieron en enormes plantígrados que superaban los dos metros de altura. Aun así, su padre adoptivo remarcaba su «temperamento afable y su carácter excelente». De hecho, las visitas seguían acudiendo al lugar bajo unos protocolos de seguridad llamativamente permisivos… hasta que llegó la tragedia. Una turista alicantina, durante el verano de 1999, se acercó hasta la gran jaula donde se encerraba a los osos en las horas abiertas al público.

ometió la temeridad de introducir el pie entre los barrotes, y uno de los animales le arrancó la pierna de cuajo.A pesar de lo sucedido, su cuidador insistía en que aquellos osos «no eran unos asesinos» sino criaturas tranquilas y pacíficas. Él parecía ser la única persona que ignoraba la irresponsabilidad que suponía esperar un comportamiento manso de quienes se caracterizaban por todo lo contrario siguiendo su propio instinto. El hecho es que las autoridades impusieron unos controles que desnaturalizaron el bienintencionado pero cuestionable proyecto de Aresti, y el parque inició una progresiva decadencia. Aun así, el sueño se mantuvo vivo gracias al obstinado empeño de su creador. Y allí quedó el bueno de José Ignacio, viviendo prácticamente solo en la montaña con sus queridos osos.

Una fría mañana de abril, un par de años después, los vecinos del parque escucharon unos gritos desgarradores que recorrían el silencioso valle. Ángel, un viejo amigo de Aresti y propietario de un bar cercano, se temió lo peor y acudió veloz con su escopeta de caza. Nunca pudo borrar de su mente la imagen que le golpeó al llegar. Los dos osos estaban devorando a su protector, quien todavía permanecía sorprendentemente vivo y consciente. Los animales lo estaban descuartizando con sus fauces, tirando uno desde la cabeza y otro desde las piernas, mientras el pobre cuidador imploraba un auxilio imposible. Según la versión oficial, el cazador descerrajó siete disparos que acabaron con las dos bestias, aunque José Ignacio apenas sobrevivió unos minutos. Sin embargo, según la versión que circula por el lugar, el primero de aquellos disparos se dirigió al propio naturalista, quien suplicó a su amigo que le ahorrase una agonía estéril e insoportable.

En cualquier caso, aquellos osos no engañaron a nadie. Hicieron lo que cualquier persona razonable podía prever. El causante de aquella tragedia fue precisamente su propia víctima, creyéndose capacitado para amansar lo que es salvaje por naturaleza. Quizás deberíamos tomar nota de esta terrible historia cuando, en ocasiones, soñamos ilusamente con domesticar a quien es incapaz de convivir pacíficamente con seres humanos. Estos días lo hemos comprobado dramáticamente en Barcelona y en Cambrils. Aresti creía que sus biberones y sus mimos convertirían a aquellos osos en mascotas, y el buenismo occidental –afortunadamente menguante– defiende que la forma de evitarnos zarpazos es empatizando con los totalitarios (que no son todos los musulmanes, obviamente, pero que tampoco son sólo los que empuñan las armas). Qué ingenuidad…

danelarzamendi@gmail.com

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