Buscando el propio Oumuamua

En una afirmación lógica el conocimiento teórico o empírico nos conduce a conclusiones que pretender amoldarse a la realidad, mientras que en una ocurrencia son las opiniones preconcebidas las que intentan retorcer los hechos
 

13 diciembre 2020 11:30 | Actualizado a 13 diciembre 2020 12:51
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El 19 de octubre de 2017, el astrónomo Robert Weryck, investigador de la Universidad de Hawaii, escaneaba el firmamento desde Maui con el telescopio Pan-STARRS. De pronto, detectó un objeto de características muy inusuales, a treinta millones de kilómetros de la Tierra. Al cabo de pocas horas, la comunidad científica analizaba el fenómeno con gran entusiasmo. Se trataba de un pequeño cometa rojizo, con una forma alargada sumamente extraña, similar a un cohete de 500 metros de largo por 50 de ancho aproximadamente. Mostraba pequeñas variaciones de trayectoria y velocidad, debidas a la emanación de gases que distingue a este tipo de formaciones celestes. Fue técnicamente clasificado como cometa C/2017 U1.

Sin embargo, unas observaciones posteriores, realizadas desde el telescopio Spitzer de la NASA, certificaron que carecía de la cola propia de los cometas. La diferencia fundamental entre esta tipología y los asteroides es su composición, puesto que éstos están formados por metales y roca, mientras los cometas tienen una alta proporción de hielo. Este material suele evaporarse al aproximarse al Sol, formando su habitual cabellera y afectando a su movimiento. La ausencia de esta nube de polvo y gas obligó a cambiar su clasificación, un hecho ciertamente inédito, dejando de ser un cometa para ser considerado un asteroide, por lo que fue rebautizado con la denominación A/2017 U1.

Los análisis también confirmaron que nos encontrábamos ante la primera detección de un objeto interestelar que atravesaba nuestro sistema solar en toda la historia de la astronomía. En efecto, aquel extraño visitante procedía de la estrella Vega, en la constelación de Lyra, y se dirigía a Pegaso a una velocidad de 46 kilómetros por segundo. Por ello, se creó una nueva categoría para este tipo de objetos, con la letra ‘I’. Fue reclasificado por segunda vez, quedando definitivamente nombrado como 1I/2017, y sus descubridores lo bautizaron con la palabra hawaiana Oumuamua, que significa «mensajero de lejos que llega primero».

Sin embargo, un equipo de astrónomos dirigido por Marco Micheli, de la Agencia Espacial Europea (ESA), hizo mediciones de alta precisión, combinando telescopios terrestres y el Hubble, y demostró que Oumuamua cambiaba de velocidad y se desviaba de la trayectoria que seguiría si sólo estuviera afectado por la gravedad del Sol y los planetas. ¿Cómo era posible que un asteroide mostrase aquel comportamiento? La conjunción de todos aquellos extraños factores llevó al presidente del departamento de astronomía de la Universidad de Harvard, Avi Loeb, a publicar un artículo en el Astrophysical Journal Letters donde proponía no descartar la posibilidad de que se tratase de un objeto artificial, un auténtico caramelo para los aficionados a los hombrecillos verdes.

Estudios posteriores han logrado desentrañar gran parte de los misterios de nuestro curioso visitante, al que vimos por última vez a principios de 2018, certificando su origen natural. Tal y como señala Matthew Knight, de la Universidad Maryland, «la hipótesis de las naves espaciales es una idea divertida, pero nuestro análisis sugiere que hay toda una serie de fenómenos naturales que podrían explicar la condición de Oumuamua». En el mismo sentido se manifiesta el Dr. Robert Jedicke, del Instituto de Astronomía de la Universidad de Hawai, al afirmar que, «si bien el origen interestelar de Oumuamua lo hace único, muchas de sus otras propiedades son perfectamente equiparables a las de otros objetos de nuestro propio sistema solar». Su colega Karen Meech considera compatibles las variaciones de velocidad y trayectoria con la invisibilidad de su cola, teniendo en cuenta que «la aceleración de Oumuamua es muy pequeña y, por lo tanto, se debe a la expulsión de una pequeña cantidad de gas y polvo». Sara Russell, del Museo de Historia Natural de Londres, confirma que «Oumuamua no es el único caso en que la distinción entre cometas y asteroides no ha sido clara. De hecho, estamos encontrando objetos similares a cometas en el cinturón principal de asteroides».

Aun así, desde entonces, algunos fanáticos de la conspiración han seguido empeñados en vincular este hallazgo científico con el fenómeno OVNI, sin la menor prueba que acredite sus hipótesis. Y lo relevante de esta obcecación no es el convencimiento sobre la existencia de seres inteligentes en otros planetas, una posibilidad perfectamente razonable, sino la falta de rigor en la utilización de la información objetiva para la conformación de las propias opiniones. Efectivamente, lo que suele diferenciar una afirmación lógica de una simple ocurrencia frecuentemente es el sentido en el que discurre el razonamiento: en el primer caso, el conocimiento teórico o empírico nos conduce a conclusiones que pretenden amoldarse a la realidad, mientras que en el segundo caso, son las opiniones preconcebidas las que intentan retorcer los hechos hasta hacerlos cuadrar con las creencias de partida. Y esta forma deshonesta de razonar se está convirtiendo en norma habitual en un ámbito de una trascendencia vital: la política.

En efecto, la confluencia de diversos factores que caracterizan nuestra era (la posverdad, las fake news, el discurso populista, las redes sociales, etc.) nos está acostumbrando a unas dinámicas que podrían poner en crisis nuestro modelo representativo y nuestra prosperidad futura: la prevalencia de la opinión sobre el hecho, de la ideología sobre el conocimiento, de la voluntad sobre la realidad… Son muchos los responsables institucionales que están perdiendo el pudor a despreciar los datos para llegar a conclusiones, buscando siempre su propio Oumuamua que parezca reforzar sus posiciones predefinidas (aunque un análisis riguroso probablemente reventaría este intento de justificación). Durante las últimas décadas han existido iniciativas para limitar estas tendencias (evidence based policy) pero la impresión, al menos en la corta distancia, es que estamos muy lejos de este objetivo. A millones de años luz.

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