Cambiar el mundo

Que no viviremos enfadados, como hoy en día, sino en un país más amable, más humano

19 mayo 2017 23:48 | Actualizado a 22 mayo 2017 11:22
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Me gustan los años nuevos. Me gusta especialmente la mañana del uno de enero, despertarme pronto y pasear por las calles vacías de Madrid, con aire helado y prístino que suele acompañar a esos días de sol gélido que son los inviernos de la capital. Me gusta ver las persianas de los comercios bajadas, las aceras sin gente, los parques en silencio. Las calzadas sin apenas coches. Me gusta imaginar que puedo hacer lo que quiera con ese año que comienza. No hablo de apuntarme a un gimnasio y dejar de fumar. No, soy lo bastante inteligente como para saber que no soy lo bastante fuerte para cambiar yo mismo. En realidad, casi nadie lo es, por eso hay tanta gente que quiere cambiar el mundo y tan pocos que están dispuestos a cambiar su propia esencia.

No, en realidad me imagino, mientras tiro de la correa de mi perro en este paisaje desértico, abriéndome paso entre montañas de basura y botellas rotas que se acumulan en los contenedores, que ya hemos sacado a la calle todo lo malo, todo lo que está estropeado, todo lo que sobra. Mientras me cruzo con los últimos juerguistas que regresan a casa, buscando a tientas las cerraduras, con las chaquetas y los vestidos hechos un guiñapo, me imagino que todas estas personas van a ser felices, que han dejado atrás los vicios y las flaquezas. Que a partir del día siguiente van a dar lo mejor de sí mismos, convirtiéndose en la mejor persona que pueden ser dentro de sus posibilidades.

El viento agita los cierres de las tiendas, arrancando un susurro metálico, y yo me imagino que cuando al día siguiente vuelvan a levantarse habrá una gran cola de clientes en cada una, y que el dinero volverá a fluir, y con él las sonrisas y la alegría. Que no viviremos enfadados, como hoy en día, sino en un país más amable, más humano. Donde cada uno de nosotros asumamos nuestros errores con implacable humildad, y perdonemos los de los demás con generosa largueza.

Y la tarde del día uno de enero pasa lenta, eterna, y llegan el dos de enero y el tres de enero, seguidos, acelerados, demandantes, y me quitan la razón. El universo no ha dejado de ser cruel, ni las personas débiles e insinceras. Todo sigue siendo igual que antes. Nada ha cambiado, sólo se ha detenido un momento, para darme falsas esperanzas. El tiempo ha jugado conmigo como un gato engaña al ratón que tiene entre las zarpas. Y no me queda otra que escribir esta columna con un suspiro de resignación y darme cuenta de que en este 2015 el mundo tampoco va a cambiar por sí solo y que no me queda más remedio que cambiar yo mismo. Ser un poco más generoso, más fuerte, más sensato, más responsable de lo que hago. Ser el mejor yo posible.

Pero nada de apuntarme a un gimnasio. Seré un ingenuo, pero no tanto.

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