Cambio de paradigma

Limitar el discurso sobre las ciudades inteligentes a una cuestión tecnológica representa un grave reduccionismo, pues las herramientas innovadoras son sólo un medio al servicio de las personas y no al revés
 

09 agosto 2020 08:20 | Actualizado a 09 agosto 2020 09:01
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Las ideas novedosas e interesantes abundan en casi todos los ámbitos, aunque suele ser frecuente que no terminen de llevarse a la práctica de forma eficaz y decidida, especialmente en entornos caracterizados por la pasividad y el conformismo. Son diferentes las causas que frenan la implementación de estas oportunidades: la inercia de rutinas tediosamente interiorizadas con el paso de los años (el consabido «siempre lo hemos hecho así»), la escasa o nula visión a medio y largo plazo (sólo se contempla el esfuerzo de adaptación inicial, sin valorar las indudables ventajas futuras), la resistencia numantina al cambio de algunos actores necesarios (todas las organizaciones acogen componentes que se oponen por sistema a cualquier novedad), etc.

La superación de estas resistencias suele abordarse por tres vías fundamentales: imponiendo las nuevas prácticas de forma jerárquica y descendente (un recurso frecuentemente fallido, porque raramente un cambio en profundidad puede llevarse a cabo sin la verdadera implicación de todos los actores afectados), desarrollando un notable esfuerzo de pedagogía que consiga motivar a los sujetos involucrados (una posibilidad mejor que la anterior, pero que no siempre es factible cuando choca contra el muro de los inmovilistas), o aprovechando la irrupción de un acontecimiento externo que demuestre objetivamente la necesidad de repensar los propios procesos (la mejor opción, sin duda, pues es la propia realidad la que convence a todos los eslabones de la organización sobre la conveniencia de reinventarse).

En este sentido, el impacto causado por la pandemia del coronavirus ha puesto en evidencia numerosas debilidades colectivas preexistentes, pero que resultaban difícilmente detectables en condiciones normales: un modelo sanitario escasamente elástico en una coyuntura de emergencia, un sector educativo poco adaptado a las nuevas herramientas tecnológicas que podrían dotarlo de mayor flexibilidad cuando fuese necesario, un entorno económico excesivamente dependiente de unos segmentos muy sensibles a los cambios de contexto internacional, un sistema de ayudas e incentivos que siempre camina varios pasos por detrás de una realidad aceleradamente cambiante, etc. Y eso por no hablar de cuestiones mucho más concretas, como el deficiente plan de rastreo vírico, que contrasta con los modelos implementados en los países que han sabido desarrollar estrategias más innovadoras.

Precisamente, estos días he disfrutado de unas cortas vacaciones en la República Checa, cuyo gobierno ha copiado exitosamente el modelo taiwanés de respuesta contra la amenaza del coronavirus: rapidez, focalización, tecnología, etc. De hecho, actualmente apenas existen limitaciones significativas para la población, salvo la mascarilla obligatoria cuando se viaja en el metro de Praga. Y si se trata de valorar los resultados, basta con hacer una simple comparativa con otro país europeo de similar población, Bélgica, pues ambos rondan los diez millones de habitantes: en Chequia han muerto menos de cuatrocientas personas por Covid-19, frente a los casi diez mil fallecidos belgas (una proporción de 1 a 25).

Más allá de la gestión sanitaria pura y dura, los retos que esta crisis ha colocado sobre la mesa requieren un replanteamiento de cara al futuro que sepa dar respuesta a estas necesidades emergentes, de acuerdo con los criterios de fondo que subyacen a la mentalidad preponderante entre las nuevas generaciones de las sociedades más desarrolladas: fijación de unos niveles básicos de servicios públicos garantizados para toda la población, estudio de procesos que optimicen la utilización eficiente de los recursos humanos y materiales disponibles, desarrollo de planes que resulten ecológicamente sostenibles a medio y largo plazo, apuesta por los sistemas que promuevan las dinámicas colaborativas entre los sectores público y privado, priorización de proyectos que cuenten con un alto grado de participación ciudadana, fomento de modelos que mejoren la resiliencia colectiva frente a un entorno crecientemente volátil, reducción de la discriminación y aseguramiento de la igualdad de oportunidades efectiva, planificación inteligente para digerir el crecimiento de forma ordenada y asumible, etc.

Este tipo de argumentos están siendo tenidos especialmente en cuenta en los foros donde actualmente se dibuja el perfil de las ciudades del futuro, pues los entornos urbanos serán el foco central del desarrollo humano durante las próximas décadas. De hecho, los últimos estudios apuntan a que dos tercios de la población mundial vivirán en ciudades en el año 2050. Los que estamos profesionalmente vinculados con esta temática, conocida habitualmente como Smart Cities, llevamos tiempo escuchando un relato que comienza a ser universalmente aceptado como esencial a la hora de abordar eficazmente los retos que nos deparará este siglo.

Pero de nada sirven los grandes planteamientos si no somos capaces de aterrizarlos en el ámbito local, con realidades que mejoren efectivamente la vida diaria de la población, sobre la base de estos cimientos teóricos. Limitar el discurso sobre las ciudades inteligentes a una cuestión tecnológica representa un grave reduccionismo, pues las herramientas innovadoras son sólo un medio al servicio de las personas y no al revés. De hecho, la borrachera tecnológica puede llegar a ser contraproducente en determinados contextos.

Lamentablemente, la pandemia comienza a mostrar los primeros esbozos de un preocupante legado (sanitario, educativo, laboral, productivo, social) que nos exigirá un esfuerzo de adaptación a unas nuevas circunstancias que cambiarán radicalmente el panorama en todos los ámbitos. Si queremos mejorar nuestra resiliencia ante futuros envites, será necesario superar los viejos patrones y apostar por referentes disruptivos, que ya estaban ahí antes del coronavirus, pero que todavía no habíamos interiorizado por falta de motivación. Este impulso hacia la innovación probablemente sea lo único positivo que nos pueda deparar esta crisis. Aprovechémoslo.

Dánel Arzamendi Balerdi es colaborador de Opinió del ‘Diari’ desde hace más de una década, ha publicado numerosos artículos en diversos medios, colabora como tertuliano en Onda Cero Tarragona, y es autor de la novela ‘A la luz de la noche’.

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