Catastro: ¿Un país de tramposos?

La elevada cifra de irregularidades obliga a pensar si no operamos con unos reglamentos alejados de la realidad.

 

25 enero 2018 17:14 | Actualizado a 25 enero 2018 17:15
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Los datos que se desprenden de la revisión catastral obligan a una profunda reflexión. Sólo en la provincia de Tarragona, las construcciones fraudulentas, reformas o actuaciones no declaradas son más de 23.300. No parece que podamos asumirlo como un hecho normal. El inventario tiene una variada casuística. Terrazas que se convierten en una nueva habitación, almacenes agrícolas que de pronto se convierten en un chalet, balsas de riego que devienen piscinas de ocio y así sucesivamente. Que puedan producirse situaciones como las relatadas de forma excepcional entra dentro de lo previsible estadísticamente. Pero cuando la cifra alcanza niveles de los referidos habrá que convenir que alguna cosa no funciona. No nos hemos referido al total de irregularidades catastrales que se alargan hasta la astronómica cifra de 57.023. Es evidente que tenemos muy instalado en los usos sociales la costumbre de hacer de la capa un sayo. Pero también habría que analizar si no padecemos un voraz sistema fiscal que ahoga al contribuyente hasta límites exacerbados. El ciudadano que se siente exprimido más allá de sus posibilidades desarrolla mecanismos de defensa que encuentran en la picaresca una herramienta excepcional.
Muy posiblemente si la presión fiscal estuviera más acorde con las rentas reales del ciudadano medio, nadie optaría por realizar mejoras por la vía de echarse al monte y que salga el sol por Antequera. Cuando son casi 24.000 los ciudadanos que actúan de forma irregular, es hora de preguntarse por qué sucede. ¿No será que la normativa no está de acuerdo con la realidad? El catastro ha sido un ejemplo histórico de autoengaño. Los valores catastrales no tenían nada que ver con los de mercado. Ahora vamos camino de situarnos en el polo contrario. En el tema de los permisos de obras vamos por sendas similares. Cuando se exigen cantidades poco lógicas y además se obliga a discurrir por interminables laberintos burocráticos, el ciudadano opta con la supervivencia. Y así nos va.

 

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