Coaliciones o pactos

El tripartito fracasó por lo absurdo de una coalición entre los socialistas y ERC

19 mayo 2017 22:47 | Actualizado a 22 mayo 2017 18:14
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Albert Rivera, una de las figuras más atractivas de la política española y, por el momento, autor del más espectacular ascenso de una opción política en toda la etapa democrática, ha oficializado en declaraciones a la prensa su estrategia de pactos y coaliciones. A preguntas de Anabel Díez y Javier Ayuso, el político catalán respondía este lunes: “No creo en los gobiernos de coalición; no dan estabilidad. Yo lo vi en el gobierno tripartito en Cataluña. Nosotros no estaremos en el gobierno si no lo presidimos” [.] Lo que se necesita es volver a la filosofía de los Pactos de la Moncloa” [.] Nosotros estamos dispuestos a comprometernos y para eso no hace falta entrar en coaliciones de gobierno” [.] El partido que gane las elecciones debe tratar de formar gobiernos porque un ejecutivo con tres o cuatro partidos sin cultura de coaliciones, como pasa en España, no es deseable. El que gane debe gobernar con pactos concretos que sí pueden producir estabilidad”. Y a la pregunta “Entonces, ¿gobierno monocolor, aunque salgan de las urnas con un veintitantos por ciento?”, responde: “Sí, gobiernos monocolor con incorporación de algún independiente. No tiene sentido que nosotros nos incorporáramos a un gobierno para ser convidados de piedra”.

La mentalidad que rezuma de esta argumentación es todavía claramente bipartidista. En el fondo, quien así opina piensa que para que gobierne uno de los (dos) partidos hegemónicos es mejor que una bisagra “venda” sus apoyos en lugar de participar en una coalición desequilibrada. No está hablando de una hipótesis en que dos partidos de peso equivalente han de unir sus fuerzas para formar una mayoría. Pero al margen de este desenfoque, seguramente inevitable, que es fruto de la inercia, hay motivos para afirmar que una coalición es más democrática y está más cargada de legitimidad que la fórmula del apoyo exterior y/o del pacto concreto, que por cierto es la que ha utilizado el nacionalismo periférico para pactar tanto con el PP como con el PSOE.

En un sistema parlamentario como el español, en que el jefe del ejecutivo ha de ser investido por el Congreso de los Diputados, lo lógico es que quienes le votan cooperen después con él en el proceso político que se abre y que se corresponsabilicen de su gestión, cuyo programa ha de ser consensuado por las formaciones participantes en tal decisión. Si no se hace así, si quien permite que un determinado candidato obtenga la investidura se desentiende después de su ejecutoria, está introduciendo una distorsión grave en el modelo, ya que intenta eludir la responsabilidad que generan sus propios actos. En la anterior legislatura británica, el conservador Cameron, que sólo logró 306 escaños (lejos de los 326 que daban la mayoría absoluta) pactó con el liberaldemócrata Clegg (57 escaños) no sólo su propia entronización sino también un complejo programa de gobierno que debería ser desarrollado en coalición. Jordi Pujol, en cambio, facilitó en 1996 con sus 16 escaños la investidura de Aznar, que apenas había logrado 156. También apoyaron al nuevo presidente del gobierno el Partido Nacionalista Vasco y Coalición Canaria. El apoyo periférico fue a cambio de dádivas, generalmente poco confesables, que acentuaron la asimetría del Estado autonómico. ¿Es éste el modelo que debemos perseguir?

El argumento de que el tripartito fracasó tampoco es sólido: fracasó, en efecto, pero no por la coalición misma sino por lo absurdo que era una alianza entre la izquierda socialista y Esquerra Republicana, una formación nacionalista e independentista que distorsionó la alianza y permitió constatar la incompatibilidad entre el progresismo y el nacionalismo. Por tal motivo, aquel naufragio no puede esgrimirse como razón de peso contra las coaliciones sensatas entre afines.

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