Comunicar

19 mayo 2017 20:17 | Actualizado a 21 mayo 2017 21:30
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Existen. Viven entre nosotros. Todavía hoy podemos hallar a investigadores refugiados en su torre de marfil. Sí, en 2016, en la era de la comunicación y en plena efervescencia digital. Embelesados con el objeto de sus estudios y pagados de su despacho o laboratorio, olvidan el fin primordial de sus trabajos: la transmisión a la sociedad para contribuir a su mejora. Con casi pánico a los medios de comunicación –esos peligrosos entrometidos– y alergia a las redes sociales, ven una ofensa que se les requiera un lenguaje común y consideran que se rebajan al intentar que el populacho, pobre, comprenda en qué andan metidos. Fans de la máxima juanramoniana de «a la minoría, siempre», están ciegos y sordos a la evidencia de que la gente valoramos aquello que conocemos.

Este perfil aparece tanto en ciencias como en letras, donde es más chocante, y más ridículo. Explicar cómo actúa el inhibidor de una enzima se antoja en principio más complicado que relatar qué nos aporta el estudio de un fondo bibliográfico y por qué puede ser clave para entender nuestros días. El segundo caso compete a quien ya tiene en el lenguaje su herramienta de trabajo.

Es imposible que todos los científicos sean como Eudald Carbonell, y no puede haber un Eduard Punset en cada esquina, pero mucho hay que mejorar y es grave que esta comunicación siga siendo un déficit.

Si no sabes cómo contar a tu abuela, para que lo entienda, a qué te dedicas, tienes un problema. Da a conocer sin miedo tus investigaciones a la gente en su lenguaje, y hasta te será menos difícil que en ellas se inverta. Y, hablando de dinero, si además investigas a cuenta del erario, tu obligación es más evidente y mayor. Esfuérzate en explicarnos qué haces y para qué, hombre, que lo pagamos entre todos.

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