Diez años

Coincidiendo con el décimo aniversario del abandono de las armas por parte de ETA, el Otegui pronunció unas palabras que se quedaron cortas, pero que jamás habríamos imaginado quienes vivimos en Euskadi durante los años del plomo
 

24 octubre 2021 12:35 | Actualizado a 24 octubre 2021 13:01
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Supongamos, por poner un ejemplo, que un portavoz autorizado de Boko Haram convocase una rueda de prensa para anunciar la renuncia definitiva a la utilización del asesinato masivo de civiles y el secuestro de menores como instrumentos de lucha. A partir de ese día, la organización armada sólo combatiría contra militares o milicianos para lograr la implantación de un régimen fundamentalista en su área de influencia, regido bajo los principios de la sharía. Y supongamos también que un representante de la ONU respondiese a estas manifestaciones de forma airada, rechazando vehementemente su contenido hasta que los terroristas no se arrepintiesen públicamente por las barbaridades cometidas, entregasen hasta la última de sus armas, propugnasen la libertad religiosa en todos los ámbitos de la vida social, y se comprometieran de forma explícita con la absoluta igualdad de derechos entre hombres y mujeres.

Y, ya puestos, también podría animar a los guerrilleros a utilizar la expresión «los nigerianos y las nigerianas».
Me imagino que todos pensaríamos que dicho funcionario de Naciones Unidas había perdido completamente el juicio. Ciertamente, la mera renuncia a las armas distaría mucho de convertir al grupo islamista en un ejemplo de alineamiento con los principios que cimentan las sociedades avanzadas, pero sin duda representaría un paso digno de celebración, aunque sólo fuera por el inmenso dolor que se ahorraría a centenares de miles de personas desde ese mismo momento. Sin duda, sería fantástico que Boko Haram se convirtiera en una ONG, pero no parecería realista esperar de semejantes energúmenos una apuesta inmediata por los juguetes inclusivos, la lucha contra la estigmatización de las tallas especiales o la cobertura pública sanitaria para los animales domésticos. Al menos, a corto plazo.

Frente a dicho planteamiento pragmático y posibilista, habría quien objetaría que debemos ser inflexibles en nuestros principios, y que, en el arduo camino hacia la incorporación plena de las libertades civiles que abanderan las democracias liberales, hay que aspirar a un 10 sobre 10. Y, sin duda, ésta es una afirmación predicable de las sociedades situadas en un 8 o un 9. Pero, al mismo tiempo, parece razonable sostener que, para quien todavía está en un 2, acercarse a un 5 pelado debería ser considerado todo un éxito. Y no porque un aprobado raspado sea lo ideal, sino porque indica un avance en la buena dirección.

Esta misma controversia se ha puesto de manifiesto a raíz de la reciente comparecencia de Arnaldo Otegui en el palacio donostiarra de Aiete. Coincidiendo con el décimo aniversario del abandono de las armas por parte de ETA, el líder independentista pronunció unas palabras que se quedaron cortas, sin duda, pero que jamás habríamos imaginado en el mejor de nuestros sueños quienes vivimos en Euskadi durante los años del plomo. Refiriéndose a las víctimas del terrorismo, señaló que «su dolor nunca debiera haberse producido. A nadie puede satisfacer que aquello se hubiera prolongado tanto en el tiempo. Queremos decirles de corazón que sentimos enormemente su sufrimiento y nos comprometemos a tratar de mitigarlo en la medida de nuestras posibilidades. Siempre nos encontrarán dispuestos a ello».

Algunos reprochan al colectivo heredero de HB la falta de colaboración en el esclarecimiento de los crímenes pendientes de resolución. Y tienen razón. Les echan en cara que sus líderes sigan participando activamente en nauseabundos homenajes a asesinos. Y tienen razón. Les afean sus exigencias de acelerar la excarcelación de los presos cuando apenas ha pasado una década desde que pensar diferente equivalía a jugarse la vida. Y tienen razón. Les achacan que no pidan perdón ni condenen explícitamente la violencia de aquellos años de la vergüenza. Y también tienen razón. Aun así, transmitir la imagen de que nada ha cambiado, despreciando la verbalización de cualquier pequeña evolución de la izquierda abertzale, demuestra un maximalismo equivalente a rechazar la hipotética conversión de Boko Haram, fabulada al principio, porque los islamistas siguieran apostando por un régimen sometido a la sharía. ¡Evidentemente! Ellos son así. Y, salvando las diferencias, los batasunos también. ¿Qué esperábamos? Los milagros, en Lourdes.
Desde el mismo momento en que ETA abandonó las armas, la derecha española dejó meridianamente claro que su estrategia iba a consistir en minimizar sistemáticamente el reconocimiento de cualquier avance en la reconstrucción de una sociedad libre en el País Vasco, llegando a límites que rozaron el paroxismo, como en el caso de Jaime Mayor Oreja. Cualquier paso se consideraría frustrante, abonando el ambiente con mantras tipo «los terroristas se han salido con la suya», «la izquierda ha puesto al Estado de rodillas», «ETA manda más que nunca», etc. Esta narrativa les reportó importantes réditos mediáticos, pero sólo al sur del Ebro, porque a quien vive la realidad sobre el terreno no se le engaña tan fácilmente. Basta con analizar los resultados electorales: actualmente, en el parlamento autonómico, estos tres partidos (PP, Ciudadanos y Vox) ni siquiera ocupan conjuntamente un 10% de los escaños de la cámara. Es decir, que los propios ciudadanos que vivieron aquel horror (muchos de ellos, antiguos votantes suyos) no están dispuestos a comprar este relato deprimente y catastrofista, simplemente porque saben que es falso.

El País Vasco de hoy mira al futuro con optimismo a todos los niveles, en gran medida, gracias al fin de la violencia. Sin duda, debe reconocerse el daño causado a las víctimas, debe garantizarse la memoria de un período terrible para no volver a repetirlo, debe acabarse con los reconocimientos a los asesinos, deben esclarecerse los delitos bajo investigación… Todavía queda mucho por hacer y por mejorar, cierto, pero es evidente que muchas cosas han cambiado en la sociedad vasca durante estos diez años. En realidad, ha cambiado todo. Y para bien.

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