Difuntos en propiedad

En la cultura postmoderna el cuerpo le pertenece a uno como cualquier objeto

19 mayo 2017 17:33 | Actualizado a 21 mayo 2017 15:38
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El deceso es el último acto de protagonismo de una persona. Las prácticas asociadas a esta despedida han sido entendidas de formas muy distintas según las tradiciones culturales. Desde depositar el cuerpo inerte a expensas de la naturaleza, pasando por las diferentes formas de entierro (ocultación del cuerpo), a otras deliberadamente de exposición incluidas las fotografías de los difuntos debidamente vestidos y sentados como posando, incluyendo ágapes de despedida, la incineración… Pero todas tienen un denominador común que consiste en ofrecer algún tipo de ceremonia de reconocimiento y de memoria del paso de la persona que nos dejó.

Escaso denominador común cuando se mira el hecho en perspectiva global. En nuestra tradición cristiana, el cuerpo inerte debe reposar en sagrado. Por tanto, no entiendo las críticas que ha suscitado la recomendación vaticana de recordar este simple hecho. Más cuando este recordatorio se dirige, lógicamente, a los creyentes. Por tanto es completamente normal y lógico que la Iglesia católica recuerde a los suyos que cuerpo y alma son indivisibles, que aquél es un contenedor de ésta, que la acompaña en la vida terrenal y que, en consecuencia, ha de ser tratado con la dignidad de lo sagrado. Este recordatorio viene al hecho de la pluralidad de formas de despedida que ha proliferado en los últimos años. Desde las más discretas que podrían ser las de colocar la urna con las cenizas en el comedor de casa, hasta las más extravagantes como la de esparcirlas en un teatro en medio de una representación. Pasando por los espacios naturales abiertos como el mar, las montañas, el desierto, o los huertos caseros a los pies de aquél árbol tan estimado. Hay de todo y las posibilidades no se han agotado todavía. Pero, ¿por qué ha proliferado este fenómeno? En primer lugar hay que tener en cuenta que existen razones pragmáticas, de índole monetaria y de gestión post mortem. Si uno no tiene contratado un seguro ante la adversidad de la muerte, los gastos de todo el proceso son realmente elevados (por cierto, Tarragona está entre las cinco ciudades más caras de España para morirse). Es por esto que hacerse cargo de los restos incinerados del familiar fallecido ahorre bastante a la economía familiar. Luego, hay que constatar que la secularización creciente de la sociedad ha desacralizado el hecho de la muerte, incluso entre los creyentes, aunque parezca contradictorio. Lo relevante ya no sería la custodia de las cenizas en sagrado ya que hay una comprensión particularizada de lo que significa la relación con Dios y con el más allá. A este proceso hay que añadir otro no menos importante y que cabalga sobre aquél: la cultura de la apropiación, una cultura muy en consonancia con la importancia del individualismo y de la cultura del consumo. Uno es amo de su propio cuerpo, por eso decide antes de morir qué destino quiere para el mismo. En el caso de que no haya voluntad explícita, los familiares más cercanos deciden por él, apropiándose del cuerpo del difunto, de sus cenizas en este caso. Para los no creyentes este es un hecho incontestable.

Para una parte de los creyentes, ha comenzado a ser también una práctica que no ven contradictoria con la Fe. En la tradición cristiana el cuerpo-contenedor del alma no le pertenece a uno mismo, sino que es una donación de vida, podríamos decir que es un regalo en el sentido positivo del término. Por tanto, el cristiano debe cuidar de su cuerpo que le ha sido dado y en última instancia no tiene facultad para decidir sobre qué hacer con él.

En la cultura postmoderna de la apropiación, lejos de los preceptos que obligan moralmente de forma colectiva y donde lo relativo es el imperativo categórico, el cuerpo le pertenece a uno como cualquier otro objeto físico que le acompaña en la vida. Y como consecuencia de esta titularidad intransferible –a Dios y menos a la Iglesia–, se deja por escrito la voluntad de realizar el último espectáculo singular, que nos singularice ante la vulgaridad de la muerte.

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