En una ocasión, nos relata el Evangelio de San Mateo, Jesús fue preguntado sobre el principal mandamiento de la Ley. Su respuesta fue citar dos, en vez de uno solo: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente. Y el segundo es semejante a éste: amarás a tu prójimo como a ti mismo.»
Fijémonos en dos cosas. Primero que Jesucristo asocia en su respuesta el amor a Dios y el amor al prójimo, y aún dice de este segundo que «es semejante» al primero. Alguien podría pensar: ¿no será esto rebajar a Dios? No, esto es ascender al hombre. ¡Y de qué modo!
El cristianismo enseñó a la humanidad esta lección sublime de amor a los demás. Desde Jesucristo, el rostro de Dios lo encontramos en los hermanos, y si damos un vaso de agua al sediento, o vestimos al desnudo, o visitamos al enfermo, o al preso…Es como si lo estuviéramos haciendo a Dios mismo según sus propias palabras.
Así se explica que personas que han amado mucho a Dios hayan prestado servicios impagables a las personas. Los ejemplos son innumerables y en su gran mayoría pasan desapercibidos, pero por citar algunos, escogidos a voleo, podríamos mencionar a san José de Calasanz, el santo de Peralta de la Sal, del siglo XVI, cuyo amor a Dios le hizo ver, cuando se hallaba en Roma, algo que otros no habían visto, o al menos no habían afrontado: la necesidad de educar a tantos niños y jóvenes que vagaban por las calles. De ahí nacieron las Escuelas Pías.
O Juana Jugan, aquella débil mujer de la Bretaña francesa, del siglo XIX, que comenzó recogiendo de la calle en su casa a una anciana y de este embrión de caridad nacieron las Hermanitas de los Pobres. ¡Cuántas miles han acogido desde entonces!
Los santos son ejemplo de amor a Dios y de amor al prójimo. Pero es cierto que hay en nuestra sociedad personas no creyentes que realizan formidables tareas sociales a veces muy sacrificadas. También ellas son dignas de admiración, y quienes creemos en Dios valoramos lo que hacen y estamos convencidos de que Dios premiará estos nobles esfuerzos.
Si Dios nos lleva a amar a nuestros hermanos, el servicio desinteresado a ellos de personas sin fe, también conduce de algún modo a Dios, por lo mismo que Jesús enseñó: que ambos amores no pueden separarse. Están íntimamente unidos.