Dos fiestas del amor

El 5 de mayo de 1886, en el presbiterio de la Basílica de Nuestra Señora de la Merced, de Barcelona, tuvo lugar una sencilla reunión con repercusiones muy notorias

19 mayo 2017 22:34 | Actualizado a 22 mayo 2017 17:58
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El 5 de mayo de 1886, en el presbiterio de la Basílica de Nuestra Señora de la Merced, de Barcelona, tuvo lugar una sencilla reunión con repercusiones muy notorias. Don Bosco, recién llegado en tren de Turín, recibió a la Asociación de Católicos de Barcelona que le hizo entrega de una escritura con la donación de terrenos en la cumbre del Tibidabo para que pudiera construir allí una ermita.

El santo lloró de alegría pensando en que aquella capilla, y posterior gran templo, darían mucha gloria a Dios a través de la devoción al Sagrado Corazón de Jesús, que sería la advocación a la que pensó destinarlo.

Unos años antes, en 1849, otro santo, Antoni Maria Claret, anunció en Vic, su intención de fundar una congregación de sacerdotes que se llamara Hijos del Inmaculado Corazón de María. Los claretianos siempre extendieron la devoción al Sagrado Corazón de la Virgen.

Refiero estos dos hechos, sucedidos en Catalunya, con motivo de las fiestas que celebramos estos días en honor del Corazón de Jesús y la del Corazón de su Madre. Son dos fiestas, muy arraigadas entre los cristianos, en las que somos llamados a maravillarnos de este Dios que ama y del amor maternal de la Virgen para con nosotros.

Del mismo modo que al cerebro se le atribuye la inteligencia, el amor acostumbra a atribuirse al corazón. Es lo que la Iglesia quiere expresar en esta doble festividad que nos propone después de los días de la Pascua.

En efecto, Él nos amó primero, y fue Cristo desde la cruz quien nos dio, en san Juan, a la Virgen María como madre. Saber que Dios nos ama es un gran consuelo, sobre todo en momentos de dificultad y tristeza, pero debe ser también un requerimiento a nuestra correspondencia. El cristianismo no consiste en el seguimiento de una serie de normas más o menos piadosas; no es un reglamento de conducta elevado y nada más. Es, sobre todo, el amor a Dios, conscientes de que es un Padre que nos ama sin medida y que extiende sobre nosotros el manto de su misericordia.

Las primitivas religiones, y aún otras más recientes, consideraban solo el temor de Dios. Nuestro temor debe estar solo en fallarle en recibir su amor. Es este afecto divino el que celebramos en las fiestas dedicadas al Corazón de Jesús y al Corazón de María.

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