Duelos suspendidos

Hablamos de medidas económicas y sociales y por supuesto tiene que haberlas, pero los vivos no sólo van a necesitar empleos, subsidios, ayudas para pagar alquileres e hipotecas. También van a necesitar restituir los afectos, atender a los daños psicológicos de este trauma
 

16 abril 2020 07:00 | Actualizado a 21 abril 2020 18:37
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En la tragedia griega Antígona, Sófocles trata, entre otros muchos temas, la necesidad de elaborar el duelo, tanto en su dimensión pública como en la privada. Creonte prohíbe el duelo de Antígona por su hermano Polinices por considerarle un traidor: «En esta ciudad no se le honra, ni con tumba ni con lágrimas», dijo Creonte y lo decretó con una ley. Pero Antígona se rebela, insiste, entierra a su hermano. Como castigo a su rebeldía, Creonte la manda emparedar para que Tebas se olvide de ella. Y prohíbe nombrarla. Creonte tiene el poder absoluto porque tiene el poder sobre la vida, sobre la pérdida, sobre la memoria. Desde tiempos inmemoriales, el ser humano ha entendido que el ritual de tránsito entre la vida y la muerte es esencial y que la memoria es una forma de retener a los muertos en el mundo de los vivos.

En estos días extraños y tristes muchas familias han sentido trastocado el orden de la vida y la muerte, la secuencia lógica de la existencia, el derecho a una despedida, a un duelo debido. El duelo, a nivel individual, es el proceso por el cual afrontamos la desaparición de un ser querido que ha sido parte importante de nuestra existencia. El duelo significa reconocer la pérdida en toda su magnitud, y aceptar que ésta es parte esencial de la persona que somos tras ella. Para ello, recurrimos a los rituales: velar al muerto, despedirlo según el rito elegido y respetando sus voluntades, abrazar y dejarse abrazar por las personas queridas en los actos públicos de condolencia. También está esa otra parte tan importante, más privada, que es hacer balance y memoria de su vida, compartir los recuerdos que propician los objetos personales de la persona fallecida, que se ordenan o distribuyen entre los allegados (una combinación de raso, una toquilla, unos pendientes). Este ejercicio de memoria y al mismo tiempo ordenamiento y limpieza es esencial para que el deudo se reincorpore a la vida. Elaborar un duelo de forma positiva no significa olvidar, sino aceptar que, debido a la pérdida, ya nunca seremos los mismos, es incorporar la ausencia a nuestra narrativa vital. En ese proceso podemos encontrar la oportunidad de reconciliar pasado y presente, encontrar la continuidad entre la muerte y la vida. Por muy difícil y tortuoso que resulte el duelo, es un proceso necesario, tanto en su parte pública o colectiva como en la privada.

En sociedades que han vivido una violencia traumática, como puede ser el terrorismo en Euskadi o la guerra civil española, cuando la muerte se produce a consecuencia del conflicto que las invade, el duelo privado trasciende al ámbito colectivo: la muerte de una persona afectada por la violencia y el futuro de sus allegados concierne a toda la sociedad. La pandemia, aunque esté ocasionada por un agente no humano, un agente sin intención ni voluntad consciente, no es sólo una crisis, es una forma de violencia, es un gran trauma que perturba a toda la sociedad en diferentes grados, siendo los más afectados, sin lugar a dudas, los fallecidos y sus familiares. Además de la muerte, este gran trauma se alimenta de la perplejidad y el desconcierto con el que nos enfrentamos a la pandemia, del estrés del confinamiento sobre todo en los más desfavorecidos y vulnerables (tanto económica como social y psicológicamente), del descalabro económico. Como con todo trauma social, nos resulta difícil imaginar un futuro viable.

Muchos necesitarán elaborar el duelo que quedó suspendi-do y que se les ha sido negado. Espero que el resto no busquemos a un Creonte que nos haga el trabajo fácil de imponer el olvido

Me pregunto qué vamos a hacer con estas heridas una vez que todo acabe. Porque, reconozcámoslo, tendemos a esconder e invisibilizar aquello que nos perturba, que potencialmente pueda romper la armonía social o que dinamite el relato triunfalista del «si quieres, puedes». Tendemos a dar la espalda al dolor de los demás, a ser poco pacientes con quien sufre. El dolor desgarrado de la víctima nos incomoda. Si nos acercamos a él, si entramos en la dinámica de la empatía, no podremos desaprender lo aprendido, desensibilizarnos: el dolor del otro se hace nuestro. No estamos acostumbrados, no sé si lo estuvimos alguna vez, a hacer esos ejercicios de empatía. Sólo hace falta recordar la era de la prepandemia y cómo vivíamos de espaldas al sufrimiento de muchos colectivos (refugiados, personas sin hogar, niños en condiciones de pobreza, mujeres víctimas de la violencia machista, ancianos en soledad). Por eso me pregunto si tendremos la fuerza moral para no relegar al olvido a los más damnificados por esta nueva forma de violencia. Dirán que durante estos días la sociedad española está mostrando su capacidad de solidaridad y de sacrificio. Es cierto. Yo también me emociono, también admiro a esas personas heroicas que están ahí fuera, arriesgando sus vidas y su salud para salvar las nuestras. Ojalá que cuando todo esto acabe, arropemos igualmente a esos héroes y heroínas, porque las consecuencias en su salud física y mental de lo que están viviendo ahora serán terribles. ¿Estaremos ahí cuando necesiten nuestro apoyo? ¿O correremos a celebrar la vida y diremos eso del «muerto al hoyo y el vivo al bollo» y querremos olvidarnos de todos los daños ocultos, soledades invisibles, duelos suspendidos?

Hablamos de medidas económicas y sociales y por supuesto tiene que haberlas, pero los vivos no sólo van a necesitar empleos, subsidios, ayudas para pagar alquileres e hipotecas. Los vivos también van a necesitar restituir el orden de los afectos, atender a los daños psicológicos de este trauma, desde el miedo y el desamparo que provoca la incertidumbre a la ausencia del debido duelo. Y en esta reconstrucción será necesario que participemos todos, aquellos afortunados que salgan indemnes y la inmensa mayoría que, en lo material y/o en los espiritual, saldremos dañados. No sólo necesitaremos los abrazos y los besos de los primeros días, también tendremos que hacernos responsables del dolor de lo demás a largo plazo, respetarlo y visibilizarlo, no esconderlo porque incomode y porque queramos celebrar la vida. Porque hay dolores que necesitan atención, tiempo y cuidados. Frente a la rapidez en pasar página en la que somos tan expertos, frente a la velocidad con la que se intenta instaurar el olvido o se reproduce la indiferencia hacia «eso que ha pasado a otros», es más fructífero el ritmo lento y reflexivo del duelo, que es la memoria que no se agota en el pasado, sino que permanece viva en el presente. Muchos necesitarán elaborar el duelo que quedó suspendido y que se les ha sido negado. Espero que el resto no busquemos a un Creonte que nos haga el trabajo fácil de imponer el olvido.

* Edurne Portela. Historiadora, filóloga y escritora

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