Educación cambiante

La educación debería ser como el cuarto poder del Estado, absolutamente libre e independiente de la política
 

11 julio 2020 09:49 | Actualizado a 11 julio 2020 09:53
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El actual Gobierno de España ha comenzado a tramitar una nueva ley de educación. No importa que mande Fulano o que mande Mengano. Pero cambiar el sistema educativo cada dos por tres es volver locos a profesores y alumnos, y tal vez ahí esté la raíz y el culpable de que España se encuentre a la cola del rendimiento escolar en Europa, aunque tengamos los mejores equipos de fútbol y más trenes de alta velocidad que nadie.

Y rebajar la exigencia en los rendimientos académicos, como han sugerido algunos dirigentes,  es un error mayúsculo al empobrecer la educación y la cultura. También en el sistema educativo Spain is different. En cuarenta años hemos visto instituir veinte leyes de educación. Cambio de gobierno, cambio de ley educativa: Ley Wert, Lge, Loece, Lode, Logse, Loce, Eso, Loe, Lomce…  Todo esto convirtió a la escuela española en un antro político mudable según quien fuera el inquilino de La Moncloa. 

Veamos: para enseñar a leer y escribir, para enseñar gramática, las cuatro reglas de aritmética, geometría, álgebra, trigonometría y matemáticas superiores; para enseñar geografía física y política, para enseñar idiomas, literatura, ciencias, y después en la universidad para enseñar medicina, ingeniería, arquitectura, bellas artes, y en fin, para enseñar a distinguir entre el bien y el mal y a comportarse en sociedad con respeto al prójimo… ¿para todo eso se necesita el aval de los políticos, o que los propios políticos dicten lo que debe y lo que no debe enseñarse?

Por favor, seamos serios. La educación debería ser como el cuarto poder del Estado, absolutamente libre e independiente de la política. Deberían ser los pedagogos, los psicólogos y los moralistas los encargados de dirigir y preparar a los niños y a los jóvenes para convertirlos en adultos responsables.

¿Por qué nuestros políticos no se preocupan sencillamente de mejorar las condiciones de vida de la sociedad y que todo ciudadano disfrute de un puesto de trabajo y de una vivienda digna, tal como predica la Constitución? ¿Por qué no se esfuerzan en esos objetivos primordiales en vez de meterse en terrenos que no les incumben?

Durante el primer tercio del siglo XX vinieron a España algunos de los más insignes pedagogos mundiales para orientar a nuestro sector docente. Uno de los ejemplos más ilustres fue la italiana María Montessori, pedagoga, médica y educadora de renombre universal, que al margen de sus problemas familiares residió durante muchos años en nuestro país orientando y fundando escuelas, sobre todo en Cataluña, donde dejó una huella indeleble.

Otro ejemplo notable fue John Dewey, pedagogo, psicólogo y filósofo norteamericano, miembro de una familia campesina del norteño estado de Vermont, en Nueva Inglaterra. Dewey se doctoró en la universidad Johns Hopkins, de Baltimore, y fue profesor en la universidad de Chicago. Después viajó por los países más avanzados del mundo en el terreno educativo.

Estuvo incluso en la Unión Soviética, donde se interesó especialmente por la Escuela Yasnaia Poliana, creada por León Tolstoi. Todo el fruto de sus viajes lo recogió en dos de sus obras: Democracia y educación y Mi credo pedagógico, resumido en su divisa «Learn by doing» (Aprender haciendo), porque Dewey no enseñaba tan sólo las asignaturas clásicas, sino que también disponía de talleres para adiestrar a los alumnos en  los oficios en que deberían integrarse en la vida social. Dewey es, por lo tanto, el padre de la enseñanza profesional. 

Otros grandes pedagogos que ejercieron alguna influencia en España fueron el suizo Heinrich Pestalozzi, padre de la pedagogía moderna; el belga Ovide Decroly, impulsor del lema École pour la vie, par la vie (Escuela para la vida, por la vida), Jean Piaget, Jean-Jacques Rousseau y algunos más.

Siempre habían sido pedagogos eminentes los encargados de orientar la tarea educativa en España, hasta que llegó el franquismo y después la democracia actual cuyos jefes de filas se erigieron en pseudo-pedagogos para catequizar y politizar las aulas con arreglo a la gobernante ideología de turno. 

Desde la atalaya de mis noventa y dos años, recuerdo aquella frase denigrante: «Pasa más hambre que un maestro de escuela». Aquellos maestros y maestras de la preguerra y de la posguerra se desvivían por transmitir un poco de su saber a las mentes de sus alumnos.

Casi todos los enseñantes, acabada la jornada de trabajo, acudían a las casas de sus pupilos para darles clases particulares o atendían las clases nocturnas de alfabetización de adultos para ganar un poco más de dinero a fin de poder ir viviendo. Afortunadamente en el ámbito rural los campesinos padres de alumnos solían obsequiar a los maestros con verduras, frutas y otros productos del campo e incluso carretadas de leña para las estufas en invierno.

En aquel tiempo había libros de lectura, como España, mi patria, de Dalmau Carles, año 1934, y La escuela y la patria, Ed. Santiago Rodríguez, de los años 40. En las aulas reinaba un respetuoso silencio, y el griterío propio de los niños se liberaba a la hora del patio. En fin, las maestras y maestros eran obedecidos y estimados. 

Ya no hay maestros. Ahora son profesores de primaria, de secundaria, de universidad o de enseñanza profesional. Las condiciones de trabajo en  escuelas e institutos han mejorado notablemente con la introducción de ordenadores, calefacción, zonas deportivas, excursiones culturales, visitas a museos, etc. Pero muchos docentes viven traumatizados, acomplejados, amargados, a veces agredidos físicamente y siempre temerosos de que estallen movimientos violentos en las aulas. Todo ello a causa de la progresiva dejación de la autoridad institucional.

Recuerdo que la Segunda República suprimió la asignatura de religión pero siguió en vigor la de urbanidad, que enseñaba a los niños a comportarse educadamente con la familia, con los maestros y en su trato con las personas mayores. Esta asignatura la eliminaron después los progresistas por considerarla meliflua y ñoña. Pero se puede ser progresista sin abdicar del respeto en las aulas y en todos los órdenes de la vida social.

Cuanto más progresista y cuanto más demócrata, más han de hacerse cumplir las leyes y las normas para que nadie las pise y para que las relaciones entre las personas no sean una olla de grillos y una casa de locos como está ocurriendo ahora en ciertos ámbitos de nuestra sociedad.

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