El declive de la democracia liberal

28 diciembre 2020 09:43 | Actualizado a 28 diciembre 2020 09:52
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Diversas previsiones de observadores de la pandemia auguran para el futuro diversas líneas de avance global, algunas alentadoras -como el triunfo de la tecnología-, otras inquietantes, como el declive de la credibilidad de la democracia liberal, en un contexto de ascenso de algunos regímenes autoritarios y de fortalecimiento del despotismo burocrático de China. Ese último elemento ha sido mencionado por Martin Wolf, comentarista económico jefe del Financial Times.

La derrota de Trump ha constituido una vaharada de aire fresco para quienes hemos seguido horrorizados la deriva populista de la democracia más poderosa de la tierra, que ha destrozado el valioso multilateralismo que ha sido un factor de paz y estabilidad después de la Segunda Guerra Mundial. Naciones Unidas sale muy debilitada de la prepotencia arrogante del intuitivo analfabeto de la Casa Blanca, que en el orden interno ha combatido a muerte los venerables criterios del estado de bienestar, que se ha alineado con las derivas autoritarias mundiales -desde Bolsonaro a Orbán pasando por toda la extrema derecha europea-, que no ha entendido la emergencia peligrosa de China, que ha roto el vínculo trasatlántico. Sucede sin embargo que, con independencia de la deriva norteamericana, ya restañada, la democracia clásica europea está en declive, como si el principio representativo hubiera perdido credibilidad y entidad. Aquel clamoroso “no nos representan” que se escuchó en nuestras ciudades cuando la anterior crisis económica estaba en su punto álgido no ha dejado de sonar, latente, en el subsuelo de nuestras circulaciones políticas y sociales. Es muy difícil efectuar un diagnóstico que aclare el porqué de esta desconexión, que debe ser la consecuencia de un cúmulo de factores, entre los que los partidos políticos, en la entidad y el comportamiento, no son los menos importantes.

Se ha producido en toda Europa, y especialmente en España, una profesionalización excesiva de la política, cuyos actores quizá no merezcan la denominación de ‘casta’, pero sí es legítimo denominarlos parte del ‘establishment’. No existe un trasvase real y permanente entre la política y la sociedad, ni entre la política y la universidad, y la democracia interna, que sí funciona -el caso de Pedro Sánchez, rescatado por las bases, ha sido paradigmático-, está muy sesgada, de forma que no se produce la deseable ‘circulación de élites’, el concepto acuñado por Pareto que da entrada a nuevos valores a los equipos partidarios, hoy fuertemente endogámicos y cerrados.

Por lo demás, las crisis han tenido, están teniendo, un efecto devastador sobre la política tradicional. La primera crisis del siglo (2008-2014) fue la consecuencia de la incompetencia de la política, y tampoco la política fue capaz de resolverla. En España, PSOE y PP se sucedieron en el desastre: ambos acuñaron la burbuja inmobiliaria y ambos fueron incapaces de promover una salida equilibrada de la catástrofe: las clases medias no se habían rehecho aún cuando sobrevino la segunda gran crisis, la sanitaria, que ha terminado de desmoralizar a la ciudadanía y a desacreditar a las élites, tanto la política como, en cierto modo, la científica. El hecho de que 2020, mientras iban muriendo los más de 50.000 españolas víctimas del coronavirus, haya sido el año probablemente más desabrido políticamente, con debates absurdos cargados de invectivas, insultos y descalificaciones, demuestra la insensibilidad de unas organizaciones que han utilizado indiscriminadamente la pandemia para medrar y buscar un lugar bajo el sol.

El espectáculo de unos partidos pugnando en relación al estado de alarma, tratando de aprovechar el infortunio general para desacreditar al adversario, haciendo demagogia sobre la gestión de las libertades públicas con esta causa, debe haber contribuido sin duda al descrédito de la política, a pesar de que todos hemos podido percatarnos de que gracias a lo público hemos conseguido contener la pandemia, tratar a los enfermos y enterrar a los muertos. Ha habido ocasión de mostrar (y de aprender) para qué sirve el Estado, y si embargo no se ha sabido hacer la debida pedagogía.

Ojalá 2021, con Biden en la Casa Blanca y la vacuna en las farmacias, podamos reescribir esta triste historia y recuperar el crédito para la política civilizada.

Antonio Papell: Periodista.

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