El misterio de Dios

En el día que celebramos la fiesta de la Santísima Trinidad, el hombre moderno podría preguntarse: ¿esperar que hoy se crea en este misterio no es una pretensión excesiva?

19 mayo 2017 22:41 | Actualizado a 22 mayo 2017 18:18
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En el día que celebramos la fiesta de la Santísima Trinidad, el hombre moderno podría preguntarse: ¿esperar que hoy se crea en este misterio no es una pretensión excesiva? Pero planteado así, la pretensión excesiva sería pensar que hasta ahora todos han sido unos crédulos y al fin llegamos nosotros que aplicamos la racionalidad y la crítica.

Desde los comienzos mismos de la Iglesia no ha sido fácil aceptar este misterio. Ha necesitado de mucha reflexión y de los primeros concilios ecuménicos, que abordaron esta cuestión, hasta llegar a la fórmula del Símbolo niceno-constantinopolitano, en el siglo IV: «Creo en Dios Padre todopoderoso, creador del cielo y de la tierra; y en Jesucristo, su único Hijo, Señor nuestro, el cual fue concebido por obra del Espíritu Santo, nació de María Virgen…».

Esta es la fe de la Iglesia, de raíces claramente cristológicas, ya que fue Jesucristo quien nos habló de Dios como su Padre y del Espíritu Santo que sería enviado. Y así loentendió Pedro cuando confesó: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo».

Si Dios no fuese en sí un misterio no hubiéramos tenido necesidad de la autorrevelación en el Hijo. Es Jesucristo quien nos revela que Dios es un Padre que nos ama y que confirma su enseñanza sublime con numerosos milagros y con su propia resurrección, sin la cual, en palabras de san Pablo, «vana sería nuestra fe».

Volviendo a la dificultad inicial que puede plantear el hombre moderno, algunas personas, con buena intención pero con falta de doctrina, podrían pensar que no conviene hablar hoy de la Santísima Trinidad, para así hacer la fe más aceptable. Con ironía ya escribió Frossard: «El gran descubrimiento del apostolado moderno es que, ahora, todo es mucho más fácil de creer, cuando no hay nada que creer».

Esta actitud chocaría con la sagrada obligación de mantener las verdades de la fe sin recortarlas según las modas de cada época. No son enseñanzas que procedan de Platón, de Hegel o de Darwin, sino de Jesucristo, ya que sólo él nos ha enseñado algo del pensamiento divino y de la esencia más verdadera de Dios.

La racionalidad, lejos de llevarnos a rechazar las enseñanzas de Cristo, nos lleva a aceptarlas, con la actitud humilde, eso sí, de quien se sabe a sí mismo un ser creado, no el orgulloso intelectual que merece ser el juez de la historia.

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