El mito de la igualdad

El movimiento recentralizador confunde deliberadamente uniformidad con democracia

19 mayo 2017 22:00 | Actualizado a 22 mayo 2017 14:29
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La semana pasada el sociólogo y amigo Angel Belzunegui me recomendó un interesante artículo sobre el modo en que las élites de las sociedades occidentales logran perpetuarse en los altos estratos profesionales a través de las generaciones. El escrito se apoyaba en un reciente libro de Lauren A. Rivera, cuyo objeto de estudio no eran los acaudalados clanes que fundamentan su posición en el ‘dinero viejo’ heredado de sus antecesores, sino esos millones de familias acomodadas estadounidenses cuyos hijos tienen muchas más posibilidades de lograr un buen puesto de trabajo que sus compatriotas de clases menos desahogadas. Llama especialmente la atención que este fenómeno se haya consolidado en una sociedad como la norteamericana, uno de cuyos pilares fundacionales fue la defensa de la meritocracia como único camino legítimo de ascenso social, tal y como desarrolla acertadamente el pensador Alain de Botton en sus comentarios sobre La democracia en América de Tocqueville.

Efectivamente, la igualdad de oportunidades es un principio que todos asociamos a las democracias modernas, en contraposición a los privilegios de cuna consustanciales a los regímenes que dominaron occidente en tiempos pretéritos. Sin embargo, parece obvio que esa igualdad a la hora de acceder a un determinado estatus social es frecuentemente una simple quimera, puesto que nuestro origen familiar afecta de forma no determinante pero sí relevante a nuestras perspectivas laborales. No estamos hablando necesariamente de los contactos que un joven puede disfrutar gracias a la posición de su familia, sino a la capacidad económica necesaria para acceder a determinados ámbitos educativos, a la posibilidad de formarse ilimitadamente sin la necesidad imperiosa de lograr recursos inmediatos, o a las diferentes habilidades culturales que pueden adquirirse dependiendo del entorno en que hemos crecido. Y eso por no hablar de la herencia, una institución que nos encasilla a los ciudadanos en ligas diferentes sin mérito ni demérito alguno.

Por molesto que pueda sonar, parece imposible evitar la desigualdad de inicio en el ámbito laboral si reconocemos el derecho de las familias a implicarse en la formación de los hijos. Algunas ideologías igualitaristas han detectado este fenómeno y han luchado contra él hasta sus últimas consecuencias, limitando sustancialmente la libertad de las familias tanto desde una perspectiva económica (prohibición de la educación privada) como intelectual (sustracción de los hijos a la tutela formativa de los padres). Se trata, sin duda, de modelos con tintes claramente totalitaros, difícilmente compatibles con una democracia occidental. En conclusión, parece que la libertad individual y la igualdad de oportunidades se nos presentan paradójicamente como conceptos empíricamente incompatibles en el ámbito de las perspectivas profesionales.

Hace un par de días volví a recordar esta problemática al saber que UPyD estaba preparando su proyecto político de cara al próximo curso político. El partido magenta, que ya ha recibido los últimos sacramentos, va a centrar su agónico discurso en la igualdad de derechos entre todos los españoles, vivan donde vivan, como un principio indisociable de la democracia misma. Analicemos el tema.

Efectivamente, tal y como sucedía en la cuestión anterior, nos encontramos ante una máxima difícilmente rebatible en el plano teórico: los ciudadanos deben tener los mismos derechos. Ahora bien, si trasladamos este principio al mundo real veremos que conlleva negar el menor margen de maniobra a cualquier institución situada por debajo del ejecutivo central, puesto que gobernar significa fundamentalmente priorizar unas necesidades sobre otras con un presupuesto limitado. Por poner un ejemplo, supongamos que la comunidad autónoma A decide mejorar la cobertura social de los más desfavorecidos por la crisis creando un salario social, mientras la comunidad autónoma B renuncia a esos fondos aprobando beneficios fiscales para los emprendedores que generen nuevos puestos de trabajo. Ambas medidas son legítimas y bienintencionadas, pero indudablemente crearán desigualdades entre los ciudadanos de ambos territorios: unos tendrán derecho a una renta mínima, y otros tendrán derecho a ayudas para crear su propia empresa. ¿Es esto antidemocrático? Es más, la propia competencia o incompetencia de los gobernantes autonómicos o municipales puede afectar directamente al ejercicio efectivo de derechos teóricamente compartidos. Imaginemos que el ayuntamiento de Villa-Arriba decide priorizar el derecho a la educación subvencionando el coste total de escolarización para las familias con bajo nivel de renta, mientras el alcalde de Villa-Abajo opta por aplicar dicha partida a la contratación de un torero de renombre para sus fiestas patronales. ¿Nos encontramos ante un ataque contra la democracia, o ante una consecuencia directa de la sagrada libertad que disfrutamos los ciudadanos para elegir a un inútil como nuestro representante?

Volviendo al caso estadounidense, nadie en su sano juicio consideraría antidemocráticas las significativas diferencias legales que existen entre unos estados norteamericanos y otros, aunque a Rosa Díez no le falte osadía para enmendar la plana al régimen de libertades más veterano del planeta. Y no se trata de cuestiones menores, desde el momento en que cometer un mismo delito en un pueblo o su vecino transfronterizo supone acabar o no en la silla eléctrica. En el fondo, asumir cualquier grado de descentralización conlleva aceptar la posibilidad de que existan diferentes derechos en unos lugares y otros, algo que no sólo no choca contra la libertad sino que es su efecto necesario, en cuanto demuestra capacidad de autogobierno territorial.

Este debate resulta especialmente relevante en la actualidad, puesto que el movimiento recentralizador confunde deliberadamente uniformidad con democracia para ganar votos en las zonas que le son propicias, un dislate que sólo consigue alimentar las tensiones independentistas. Afortunadamente no todos se sitúan en los extremos.

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