El quiosco de Santa Tecla

Aprovechando que este mes es el de Santa Tecla, una petición debiera hacérsele a la santa: que evite que se cumpla la sentencia que el grupo de munícipes de la ciudad tiene determinada al quiosco de la Imperial
 

10 septiembre 2021 15:50 | Actualizado a 13 septiembre 2021 13:52
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A primeros de mayo de 1912 (la primavera soriana —bien debe saberlo el lector—siempre es tardía), Antonio Machado le pide a la primavera otro milagro. El primero ya había sido otorgado: los rebrotes en el olmo seco: algunas hojas verdes escribe, humilde, el poeta.

El segundo milagro —otro milagro escribe Machado, escueto, tími-do— no llega a nombrarlo. El lector, si está avisado de la biografía del poeta y de su esposa, y si se deja acompañar atento por los versos del poema, y por la alegoría que contiene, bien debe saberlo. El otro milagro de la primavera que tan humildemente pide el poeta es el de la recupe-ración de la salud de su esposa. Leonor Izquierdo Cuevas, gracias aca-so al ruego de su marido, vive una pequeña mejora. Su vida se alarga hasta el primer día de agosto de ese mismo año de 1912. Está enterra-da en el elevado cementerio de El Espino, el alto Espino donde está su tierra, escribirá Antonio Machado, ya en Baeza, y ya en abril de 1913, casi un año después de la petición que había dirigido a la primavera soriana, siempre tan tardía.

Aquí, en Tarragona, habrá que pedir, no ya un segundo milagro —a tanto no debe aspirarse—, sino uno solo. Ya empezado el otoño de este año de 2021, será en el mes de octubre, está prevista la desapari-ción del quiosco de la Imperial Tarraco. El grupo de munícipes ya va descontando los días. Los tienen uno a uno bien marcados en el calendario de la cocina.

El poeta sevillano le hacía un ruego a la primavera. La primavera so-riana alguna cosa le respondió, y algo le concedió. Esta ciudad ya tiene su primer milagro asignado, y lo tiene estipulado ad eternum. Lucio Anneo Floro, mucho más eficaz con su petición -dirigida esta vez a los dioses paganos- lo logró hace ya cerca de dos milenios. Y lo dejó escrito en su latín de entonces, del siglo II, y en la ciudad se cincela en piedra: Tarraco, civitas ubi ver aeternum est («Tarraco es la ciudad de la eterna primavera»).

Aprovechando que el Pisuerga pasa por donde pasa, que el Francolí sigue buscando su cauce y que este mes es el de Santa Tecla en esta ciudad y en todo el mundo, urbi et orbe, una petición debiera hacérsele a la santa: Que logre evitar que se cumpla la sentencia que el grupo de munícipes de la ciudad tiene determinada al quiosco de la Imperial Tarraco. Los munícipes, claro, tienen establecido su plan. Nada debe contravenirlo: carril de bicicletas en una ciudad en que nadie viaja en ellas, carril de bicicletas no sobre el asfalto, sino sobre la acera.

Bien sé que Santa Tecla no nació en esta ciudad, que nació en la lejana ciudad turca de Konya. Pero también sé que la santa, acogida aquí desde hace ya tanto tiempo, adora la palabra. También sé muy bien que, cada mañana, acude al quiosco. Y, entre sorprendida y feliz, ojea las primeras páginas de los periódicos. ¡Le duelen tantas noticias! Mira atónita al trasiego de coches y autobuses. Pregunta por cómo van las negociaciones con los munícipes. Se interesa por el futuro del quiosco.

Estos días de fiestas próximas, lo serán menos para Santa Tecla. Teme que apenas un mes después, allá en octubre, la acera ya recortada, no quede sino ceniza y asfalto.

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